Va por Umbral. Le copio el título porque no tengo a mano otro mejor. Mi Travesía de Madrid no es la suya, pero a él le habría gustado saber que su ciudad favorita ha hecho dejación de viejos hábitos y empieza a mostrar una imagen de diseño. Queda cierto flamenqueo bastardo y algún tic de estética de corte, pero no hay problema: durará dos telediarios.
Foto de la Cibeles fuente de Madrid, etc.
Esta crónica es una cruzada contra el casticismo, pústula cañí que durante el franquismo incorporó brochazos andaluces. Y es que Andalucía sigue presente en Madrid. Hoy, vayas donde vayas, suenan Pablo Alborán, Juan Peña, Pitingo y gente así, pero ya no huele a cocido y los museos del jamón se están convirtiendo en museos de cera. También las sevillanas han pasado a mejor vida. Ahora sólo encuentran acomodo en guetos para mayores de 60 años (léase el rastrillo), donde los faralaes y la lentejuela rinden un último homenaje a Gil y Gil.
El Madrid castizo se refugia a orillas del Manzanares. Los turistas de alta gama peregrinan hasta allí en busca de Casa Lucio, que ha dado al mundo los huevos estrellados, pero no es una moda, sino una tradición. Lucio no compite en el ranking. Su posada es un templo, y los templos son lugares de culto. En el ensanche de la ciudad languidecen otros templos que han sido mitos en épocas de bonanza económica: restaurantes de 300 tenedores, donde la clase empresarial hacía ocio y negocio devorando tournedós y fumándose un puro. Eso es historia. Los ricos de Madrid ya no necesitan mesas con manteles superpuestos, ni sumilleres estirados que hinquen la cabeza cuando un fefé reprime un eructo. Quedan atrás los camareros de cartón piedra que eran la sombra del comensal y le rellenaban la copa cada vez que bebía.
El tiempo ha barrido el casticismo, pero ha potenciado la nostalgia. Han desaparecido las cafeterías agradables (Californias, Nevadas, etc). También la cadena Grog, más moderna que lo moderno de ahora, se ha esfumado. Uno de sus establecimientos emblemáticos alberga hoy un museo del jamón, con flores de plástico y piernas colgadas como en una morgue. Los pubs ingleses de los 60 y 70 han sido sustituidos por garitos de estilo Corrupción en Miami. En el Madrid post-Umbral, lo más moderno que se despacha es Flash-Flash, una tortillería en sesión continua decorada con blanco nuclear.
Algunos restaurantes de moda llevan el sello de la decoradora Sandra Tarruella, como El Pescador y Luzi-Bombón. Otros no llevan ningún sello, pero el marketing les acompaña desde que nacieron, gracias a la presencia de gente conocida, como es el caso de Tomate y Ten con Ten, este último agraciado con la visita de los príncipes de Asturias (el día que fue Letizia la armó, o dicen que la armó, pero ese extremo no ha sido del todo confirmado). En la milla de oro también recibe visitas cualificadas Lavinia, donde el chef 'Ange' García (antiguo Lúculo) se dedica a la alquimia más exquisita camuflado entre botellas de vino.
Pero el auténtico fenómeno de esta temporada no son los restaurantes ni los cafés (ay, esas catetas que por ir a un Starbucks creen que están en Sexo en Nueva York) sino las terrazas de invierno. Madrid, como París, ha hecho frente a la ley antitabaco con calefactores/seta y una buena dosis de imaginación. Algunas terrrazas incluyen mantitas, aportación del confort doméstico a la cultura urbana. La más vistosa es Ramses, en la puerta de Alcalá, que ha sacado a la calle el mobiliario de Philippe Starck (de noche no se recoge). Sólo le falta un plasma gigante para ver los clásicos Madrid-Barça. Jorge Llovet, su impulsor, aprovechó un cambio en las ordenanzas municipales (antes, los muebles de exterior tenían que estar homologados) para dar salida a su fervor por Philippe Starck. Hoy, la terraza de Ramses es una tentación de la noche madrileña.
En mi cruzada contra el casticismo no estoy sola: comparto el periplo con Nieves Álvarez, modelo de talla cosmopolita; Javier Sádaba, filósofo; Carmen Valiño, directora de comunicación, y Jesús Mari Montes-Fernández, periodista experto en moda. Entre nuestras preferencias no figuran el cocido franquista de Malacatín y los boquerones en vinagre. Normal. Cambian los tiempos, los gustos se renuevan.
TÍTULO: La monarquía como seducción:
La realidad se ha trocado en espectáculo en la sociedad de la globalización y de las redes, de suerte que la dimensión imaginaria y visual -la representación pura- ha desplazado a los significados de las cosas. Parecer es mucho más importante que ser.Ahogado cualquier debate político o ideológico sobre la monarquía, queda la apariencia desnuda, el espectáculo que se baña en su propia gloria, las imágenes que remiten a sí mismas y a un universo virtual de signos sin sentido.
El poder de los reyes y de los príncipes ha dejado hace mucho tiempo de sustentarse en las armas y en los vínculos dinásticos. Ni siquiera se asienta hoy sobre una soberanía popular adormecida por la gran pantalla. El poder de la realeza reside en su capacidad de seducción y, por tanto, en la mera apariencia convertida en seña de identidad. Por ello, el espectáculo es no sólo consustancial a la monarquía sino su esencia misma.
Tan importante es la dimensión simbólica de la monarquía que su sustento descansa en el efecto de la permanente representación a la que está condenada. Felipe II,Luis XIV o Victoria de Inglaterra eran monarcas indiscutibles porque su sola presencia producía un respeto reverencial.
Los reyes actuales necesitan mantener ese aura mágica si quieren subsistir. Pero ello es incompatible con una cercanía que los desmitifica. Por ello, cuanto más sabemos de los monarcas, más escépticos nos volvemos. Incluso podríamos creer que son como nosotros mismos.
Quienes pretenden buscar una racionalidad a la institución no hacen más que destruirla porque la monarquía es esencialmente un movimiento de adhesión como la fe religiosa. No se puede plantear un debate en términos políticos de una institución que se asienta en los sentimientos. O se toma o se deja.
La propia Constitución establece que el Rey es irresponsable desde el punto de vista penal y que su función es sancionar los actos políticos del Gobierno. O sea, que, tras desposeerle de cualquier atributo personal, reduce a mero símbolo la figura del Monarca. La monarquía permanecerá mientras siga alimentando los sueños. Cuando los ciudadanos vean lo que en realidad es, se irá al traste.
La monarquía ha olvidado la cultura del simulacro que tanto fascinó en el pasado. Desaparecida la seducción y la ilusión, los reyes se quedan en nada.
No, la monarquía no caerá por la ausencia de valores éticos sino por la fatal carencia de glamour,etc.
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