Así titulé, hace diez años ya, un artículo dedicado a mi abuelo, en las postrimerías de su vida, cuando las nieblas de la desmemoria se infiltraron en su lucidez, como un ladrón sigiloso. Aquel artículo lo rematé con una frase que era un desiderátum: «Al menos me queda el consuelo de saber que, cuando su alma emigre, se posará sobre la mía, como un pájaro que busca su nido, para seguir ambas su coloquio inmortal, para seguir deletreando el mundo, para seguir caminando juntas su camino, eternamente unidas, eternamente jóvenes, eternamente invictas». Pocos meses después mi abuelo abandonaba su envoltura carnal, después de una trabajosa agonía; pero, en efecto, desde entonces su alma ha seguido en comunicación con la mía, de un modo cada vez más vívido y remunerador. Es una experiencia de la que no suelo hablar, por pudor o delicadeza, pues existen gozos que solo pueden disfrutarse calladamente; y también por temor a ser considerado fantasioso o sensiblero: la religiosidad siempre corre el riesgo de degradarse en superchería y emotivismo; y más en esta época tan descreída y pululante de supersticiones. JUAN MANUEL DE PRADA-FOTO.
Yo no creo que exista un pasadizo entre el mundo de ultratumba y el mundo sensible por el que puedan viajar las almas de los difuntos; en cambio, creo vigorosamente en la comunión que se entabla con las almas de nuestros seres queridos. Cuando mi abuelo murió, pensé por un momento que lo había perdido para siempre, o siquiera hasta que yo también fuese reclamado por Dios; pero pronto empecé a darme cuenta de que aquel desiderátum de mi artículo se había hecho realidad de un modo mucho más cierto de lo que entonces había sospechado: con frecuencia, me sorprendía rememorando conversaciones con mi abuelo que, allá en la infancia, me habían parecido crípticas o enrevesadas -consejos que mi abuelo dirigía, más que al niño que yo entonces era, al adulto que germinaba dentro de mí; especulaciones que entonces se me antojaban ininteligibles o pintorescas; incluso silencios que entonces me habían resultado herméticos y poco a poco cobraban una elocuencia nueva-; y descubrí que podía ´vivir dentro` de aquellas conversaciones, nutrirme de ellas, como uno se nutre de las buenas lecturas que atesoró en la juventud, dejando que su eco se ramificase en mi mundo interior, como una semilla que se despereza, ansiosa de hacerse árbol y cobijar en su fronda conversaciones eternas. Empecé a soñar recurrentemente con mi abuelo; y lo que al principio tomé por una especie de mecanismo de defensa ante el dolor de la pérdida se convirtió pronto en una forma secreta de dicha: volvía a saborear a su lado el chocolate con churros al que me invitaba cada año, por la fiesta de San Juan; volvía a pasear de su mano por trochas y veredas, recolectando hierbas medicinales; volvía a beber a morro con él en los manantiales recónditos que me enseñó a descifrar, entre la espesura del bosque. En mis sueños, el chocolate tiene un sabor más sabroso que entonces; las hierbas medicinales, una fragancia más cálida; el agua, una frescura más prístina y temblorosa. Y en el sabor de aquel chocolate soñado, en la fragancia de aquellas hierbas, en la frescura de aquellos manantiales empecé a vislumbrar retazos de vida eterna: eran las «cítaras y copas de oro llenas de perfumes, que son las oraciones de los santos», de las que nos habla el Apocalipsis.
Mi abuelo no fue un santo de peana y altar, desde luego: tenía sus asperezas y debilidades, sus cabezonerías y manías irredentas, sus brutalidades e intransigencias; pero todos estos defectos brotaban de un fondo de humanidad ascética y sacrificada que me inspira en los momentos más crudos de la vida. Y que, en los momentos más crudos, intercede por mí, para que mis brutalidades e intransigencias, mis cabezonerías y manías irredentas, mis asperezas y debilidades sean juzgadas benévolamente. Así siento a mi abuelo cada día, cada minuto, cuando velo y cuando sueño, cuando río y cuando lloro, cuando rezo y cuando maldigo: siempre en comunión conmigo, como un pájaro que buscase su nido, y siempre alzándome del barro, como un pájaro que me llevase en volandas. Ahora veo confusamente en un espejo; pero entonces veré cara a cara; y entonces, como ahora, es mi abuelo quien intercede por mí. Y quien, de vez en cuando, me sacude una colleja y me tironea de las orejas, como hacía para reprenderme y para gratificarme.
Yo no creo que exista un pasadizo entre el mundo de ultratumba y el mundo sensible por el que puedan viajar las almas de los difuntos; en cambio, creo vigorosamente en la comunión que se entabla con las almas de nuestros seres queridos. Cuando mi abuelo murió, pensé por un momento que lo había perdido para siempre, o siquiera hasta que yo también fuese reclamado por Dios; pero pronto empecé a darme cuenta de que aquel desiderátum de mi artículo se había hecho realidad de un modo mucho más cierto de lo que entonces había sospechado: con frecuencia, me sorprendía rememorando conversaciones con mi abuelo que, allá en la infancia, me habían parecido crípticas o enrevesadas -consejos que mi abuelo dirigía, más que al niño que yo entonces era, al adulto que germinaba dentro de mí; especulaciones que entonces se me antojaban ininteligibles o pintorescas; incluso silencios que entonces me habían resultado herméticos y poco a poco cobraban una elocuencia nueva-; y descubrí que podía ´vivir dentro` de aquellas conversaciones, nutrirme de ellas, como uno se nutre de las buenas lecturas que atesoró en la juventud, dejando que su eco se ramificase en mi mundo interior, como una semilla que se despereza, ansiosa de hacerse árbol y cobijar en su fronda conversaciones eternas. Empecé a soñar recurrentemente con mi abuelo; y lo que al principio tomé por una especie de mecanismo de defensa ante el dolor de la pérdida se convirtió pronto en una forma secreta de dicha: volvía a saborear a su lado el chocolate con churros al que me invitaba cada año, por la fiesta de San Juan; volvía a pasear de su mano por trochas y veredas, recolectando hierbas medicinales; volvía a beber a morro con él en los manantiales recónditos que me enseñó a descifrar, entre la espesura del bosque. En mis sueños, el chocolate tiene un sabor más sabroso que entonces; las hierbas medicinales, una fragancia más cálida; el agua, una frescura más prístina y temblorosa. Y en el sabor de aquel chocolate soñado, en la fragancia de aquellas hierbas, en la frescura de aquellos manantiales empecé a vislumbrar retazos de vida eterna: eran las «cítaras y copas de oro llenas de perfumes, que son las oraciones de los santos», de las que nos habla el Apocalipsis.
Mi abuelo no fue un santo de peana y altar, desde luego: tenía sus asperezas y debilidades, sus cabezonerías y manías irredentas, sus brutalidades e intransigencias; pero todos estos defectos brotaban de un fondo de humanidad ascética y sacrificada que me inspira en los momentos más crudos de la vida. Y que, en los momentos más crudos, intercede por mí, para que mis brutalidades e intransigencias, mis cabezonerías y manías irredentas, mis asperezas y debilidades sean juzgadas benévolamente. Así siento a mi abuelo cada día, cada minuto, cuando velo y cuando sueño, cuando río y cuando lloro, cuando rezo y cuando maldigo: siempre en comunión conmigo, como un pájaro que buscase su nido, y siempre alzándome del barro, como un pájaro que me llevase en volandas. Ahora veo confusamente en un espejo; pero entonces veré cara a cara; y entonces, como ahora, es mi abuelo quien intercede por mí. Y quien, de vez en cuando, me sacude una colleja y me tironea de las orejas, como hacía para reprenderme y para gratificarme.
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