Elvira, 22 jun (EFE). El inspector jefe de la Policía Local de Elvira ha fallecido hoy en un acto de servicio durante una operación contra la mafia rusa desarrollada en el interior de un local nocturno.
Según han informado a Efe fuentes judiciales, los hechos se han producido en torno a las 03.30 horas de la pasada madrugada en el local ‘La estrella fugaz’, en el que han irrumpido agentes del Equipo Contra el Crimen Organizado (ECO) de la Guardia Civil apoyados por efectivos de la Policía Local de Elvira, entre los que se encontraba el fallecido, José Javier Palomares.
El inspector, de 47 años, casado y padre de tres hijos, ha resultado herido mortalmente tras recibir varios disparos de bala en el transcurso de un tiroteo que se ha registrado entre los agentes e individuos cuya identidad se desconoce por el momento. La operación tenía como objetivo la detención de destacados miembros de un grupo de la «mafia rusa» afincado en la localidad desde hace años, han apuntado las fuentes, que no han precisado si se han producido detenciones o si existen más heridos.
Hasta el lugar de los hechos se desplazó una UVI móvil del 061, cuyos efectivos sanitarios solo pudieron certificar el fallecimiento del inspector. El Ayuntamiento de Elvira concederá la medalla de oro de la ciudad a título póstumo a la víctima, según ha informado en un comunicado el alcalde de la ciudad, Arturo Fábregas, quien se ha personado en el local 30 minutos después de que se produjera el suceso. EFE.
espejos que decoran-10. Jugar con los espacios,foto.
Maté al inspector la octava vez que lo vi acostarse con Lupe. No lo entiendan mal: que yo viera a Lupe acostándose con hombres era lo normal. Tampoco es importante que yo estuviera enamorado de ella. Al fin y al cabo ese es el sino de los espejos, enamorarse de las mujeres –o de los hombres en casos, extraños, pero que también se dan– que se miran ante ti, que posan con vestidos nuevos o con vaqueros o con blusas floreadas o conjuntos transparentes de ropa interior; desear a quienes se desvisten en tus mismas narices, lánguidas, desatentas, como si no existieras, o, al contrario, lo hacen con insinuantes y lascivos gestos imaginándose quién sabe qué; amar a la chica o a la dama que día a día se maquilla o desmaquilla, mutando de la belleza limpia, desprovista de artificio, a la hermosura sofisticada de los pintalabios, y los contornos de ojos y el rimel, o viceversa, a escasos cuarenta centímetros de tu superficie pulida. Lupe no se había maquillado nunca frente a mí, ni yo la había tenido jamás a menos de tres metros de distancia, pero amaba su piel café con leche y la tersa curva de su espalda y las anchas caderas con las que a sus clientes les gustaba ser cabalgados, allá abajo sobre su cama, y sus ojos verdes, soñadores, tantas veces perdidos en mí, y sus pechos de infinitos pezones oscuros, y la forma parda y aproximadamente isósceles del reflejo de su pubis.
No, si tomé la decisión de matar al inspector no fue por celos. Es verdad que la tercera vez que estuvo en nuestra habitación, al terminar, abrazado a su cuerpo, el gomoso policía había intimidado a Lupe con explícitas propuestas de matrimonio, de sacarla de allí, de comprarle un apartamento en la Zona Alta, de cubrirla de regalos; pero también a eso me había acostumbrado: en las habitaciones de los prostíbulos los hombres repiten, sin saberlo, frases hechas y dichas una y otra vez y al hacerlo se convierten en ecos de otros tipos, tan patéticos o tan canallas, tan simples como ellos. Y es verdad –y eso ya no era tan frecuente en otros clientes– que las siguientes semanas el tipo acabó por parecer sincero y que, tres metros debajo de mí, los gemidos de Lupe comenzaron a parecer reales.
Pero juro que no fueron los celos los que me llevaron a desplomarme con aceleración g sobre el desnudo y desatento cuerpo del inspector aquella octava noche: tras unos primeros arrumacos, Lupe se había levantado para ir al cuarto de baño. El policía alargó entonces el brazo y tomó de la mesilla de noche su iPhone4. Marcó un número. Encendió un pitillo. Esperó a que en el otro lado su comunicante descolgara el teléfono. Se incorporó un poco y comprobó que mi amada aún no iba a salir del baño. Protegió su boca y el móvil con la mano y deslizó un susurro que acaso sólo pude captar yo desde la vertical distancia que estaba a punto de dejarnos de separar.
– Alcalde, cuando quieras. La tengo lista. Chorreando. Si vienes deprisa estoy seguro de que la putita no va a resistírsenos.
Dicen que todos los suicidas dudan en el último momento; o que se arrepienten. Pero yo creo que hay veces en la vida en que no caben las indecisiones.
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