Perdido como había estado durante toda su vida en una oscura selva de propósitos erróneos y notables confusiones, al alcanzar los setenta años don Octavio Atienza Pascual había decidido intentar reorientar su alma con la ayuda de un poco de silencio y plenitud bucólica en aquel balneario tan alta y frecuentemente recomendado por cierto círculo de nuevos amigos con los que acababa de concluir otro creativo taller más en el que regresar con consciencia al niño para tal vez continuar soportándose como inexorable y concluyente adulto. Se encontraba en serena actitud contemplativa, recostado en una firme y elegante tumbona de madera con tela de color blanco roto, igual que el albornoz que le protegía el encanecido pecho de las brisas crepusculares de esos penúltimos días de mayo. La tela del albornoz era agradable, eso pensaba don Octavio Atienza al sentirla su piel perfectamente mullida, límpida y suave. Del superior bolsillo lateral, ese en el que venía bordado en azul marino el insigne escudo del balneario cuya existencia ya se encontraba pronta a cumplir un siglo, sacó con lentitud y ademán cuidadoso sus gafas graduadas de sol. Se las colocó para seguir contemplando el frondoso paisaje sin la necesidad de continuar frunciendo el ceño. Observó sus pies, calzados con unas cómodas sandalias de fácilmente reconocible estilo oriental, elaboradas con material orgánico. Comenzó a jugar con ellos, ocultando intermitentemente las dos montañas de enfrente. Y sonreía, ante la ejecución de ese pueril juego solitario e improvisado, de un modo infantil y travieso bajo su sombrero panameño, el cual le otorgaba un distinguido e interesante aire novelesco pero no decadente a pesar de la recién hallada estética propia e indiscutible de un típico personaje del universo de Graham Greene.
Sopló un súbito viento fresco y liviano. Extendió el rostro para el encuentro de esa caricia o regalo. Sentía sumamente estimulante ese aire alto y puro. Cerró los ojos. Escuchó el envite del viento. Parecía música descifrable para su alma, mucho más sinfónica al agitar las ramas de los próximos pinos. Tanta paz, tanta naturaleza, tanto silencio. Experimentaba sensaciones no acostumbradas desde que su cuerpo y rostro pertenecían en su memoria a aquel infante que había sido hacía ya muchos años, en aquel otro pueblo maravilloso y muy parecido en paisajes al actual paraje idílico del presente balneario. Recordó entonces cómo jugaba con su abuelo, que entonces tendría algo menos de edad que él mismo computaba ahora, cómo disfrutaban con aquella cometa que construyeron juntos con las cañas de los alrededores, y el infinito que recogía cada uno de aquellos sencillos momentos en despejados paisajes que pronto él cubrió de cemento y ladrillo, de edificios y edificios cuando ya adulto perseguía ese erróneo grial, con el que se ha venido engañando siempre a las generaciones, llamado dinero.
La sonrisa de su rostro desapareció. Su mano se acercó al encuentro de la taza de té con miel que le habían preparado. Bebiendo aquella infusión que dulcificaba su pecho momentos después de haber recibido el perfecto masaje no ya para sus músculos y sí para todos sus sentidos, retomó una vez más la plena dificultad de entender cómo era esa la primera vez que se dedicaba unas jornadas así, cuando ya solo le quedaban cinco meses, con la de tiempo que había tenido en esta vida, con la de dinero, pero también con la de prejuicios y miedos.
Don Octavio Atienza Pascual, uno de los hombres más ricos y poderosos de su tierra, no tenía familia y sí unas enormes fortunas y haciendas dispersas por todo el mundo y concentradas en su único apellido. Había dedicado cincuenta años de su ajetreada vida a la desalmada construcción de bloques de apartamentos y más apartamentos que pretendieran, a su vez, otros bloques más de apartamentos con los que llegó a ahogar zonas concretas y enormes de naturaleza vivificante como la que en esos precisos momentos disfrutaba. El viejo constructor ahora pretendía organizar sus cinco últimos meses de vida en la elaboración de un mutis que sirviera de memorable cierre significando un claro arrepentimiento. Todo su patrimonio quedaba claramente reorganizado según documentos notariales en cierto dossier, de modo que ya nunca serían nuevamente las playas o los bosques inundados de gigantescos bloques construidos por él mismo y sus inmorales socios, y sí habitáculos discretos de respetuosa y mínima elevación en rincones verdes y privilegiados al alcance de cualquier persona heroica y anónima, como siempre fue para él aquel tierno ingeniero de narraciones y cometas, su muy querido e inolvidable abuelo.
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