Luis María González-Haba y sus tres compañeros de aventura recibieron como un regalo celestial el gesto de «unos simpáticos ciudadanos americanos» -cuenta él con cierta sorna- que tuvieron a bien dar a aquellos cuatro españoles incautos unos donuts. Hace 33 años, ni él ni ninguno de sus compañeros sabían qué era eso del 'jet lag', pero se enteraron la mañana del 22 de octubre de 1978, vestidos de chándal y camino de Coney Island, el punto de salida del maratón más popular del mundo, el de Nueva York. Hasta que este periodista se lo contó hace tres días, él ni siquiera sabía que aquel episodio le valió para entrar en la historia del atletismo español. De hecho, no acaba de tenerlo claro.
«Dudo mucho que mi amigo Antonio Postigo no llegara antes que yo», dice echando el cuerpo hacia atrás y con el ceño medio fruncido. Sin embargo, la web oficial de la carrera certifica que Luis María González-Haba Guisado (65 años, nacido en Trujillo, Cáceres) fue uno de los dos primeros españoles que consiguieron terminar la prueba. El otro fue Francisco Villa, que quedó en la posición 3.090, y no cruzaron la meta ni Antonio Postigo ni Miguel Prieto, los otros dos del cuarteto de valientes. En las siete ediciones anteriores de la carrera, ningún español la terminó. González-Haba no le concede mayor importancia al dato, y sí alguna más al hecho de haber sido capaz de recorrer 42.195 metros después de un viaje que parecía preparado por el enemigo. «Cuando lo organizamos, tuvimos un fallo estrepitoso: no caímos en que había siete horas de diferencia respecto a Madrid, y así nos fue.».
Con los biorritmos del revés, a las tres de la mañana de Nueva York Luis María tenía los ojos completamente abiertos y el estómago esperando su ración de cada mañana. «Como no teníamos sueño -rememora-, salimos a la calle, pero no encontramos ni un bar abierto, así que nos plantamos en la salida sin haber desayunado. Menos mal que aquellos tipos nos dieron los donuts». Tres horas, 54 minutos y 45 segundos después de empezar a correr, cruzó la meta en el puesto 4.657 (participaron 9.875), suficiente para ganarse un diploma, una medalla y un hueco en la historia de la prueba.
A las 6 arriba para correr
Quizá por eso, el chico que corría junto a Antonio Postigo -quien tiene en sus piernas tantos maratones como años, setenta, y hoy es uno de los entrenadores nacionales de atletismo más prestigiosos- se dedicó a opositar. Obtuvo primero una plaza como técnico del Icona (Instituto de Conservación de la Naturaleza) en Soria, y después la de administrador civil del Estado. «Empecé a correr a los 27 años, cuando vivía en Madrid, en la calle Modesto Lafuente, y me acuerdo que cogía el metro para ir a la Casa de Campo y la gente me miraba porque iba en chándal», evoca Luis María, que ha tenido que rebuscar entre los cajones de su casa para encontrar el diploma y la medalla del maratón del 78.
En la España de aquellos días, que alguien viajara al extranjero ya era motivo de comentario vecinal. Más aún si el destino elegido era la Gran Manzana. Pero pasar medio día en avión para ir a disputar una carrera le situaba a uno en el grupo de los extravagantes. «Pues fue bien sencillo -desmitifica él-. Fuimos a una agencia y encargamos el viaje». Sin patrocinadores ni más ayuda que un buen sueldo y los ahorros, el abogado cacereño al que le gustaba correr pagó «no más de 30.000 pesetas», que venían a ser unas 6.000 más de las que él ganaba cada mes como técnico del Icona en Soria. La inversión (no recuerda haber pagado nada por la inscripción, que ahora es de 270 dólares, previo sorteo) dio para un vuelo con destino al aeropuerto JFK con escala en Canadá, y para seis noches «en un hotel más bien cutre». «Hoy en día cualquiera que vaya a esa carrera lo organiza de tal manera que está unos días antes allí y al día siguiente del maratón se vuelve a España, pero nosotros lo hicimos al revés: llegamos unas horas antes y nos quedamos allí una semana para patear la ciudad, pero claro, teníamos las piernas hechas polvo». Ese recuerdo le despierta una sonrisa. «Nos llamaban mucho la atención los coches. Uno de los que venían acuñó una frase estupenda. Veía los coches y decía: '¡Qué chapa tienen, oye, menuda chapa que tienen!'». Menos gracia le hizo a Luis María comprobar que al poco de comenzar el maratón, sus compañeros asumieron una filosofía que no tenía nada que ver con la suya. «Aquello me molestó, la verdad -reconoce pasadas más de tres décadas-. Empezamos a correr y me di cuenta de que allí cada uno iba a su aire. Se pusieron a correr como locos. De hecho, Miguel Prieto, uno de los que me acompañaba, se desplomó en Central Park y le tuvieron que atender los servicios sanitarios. Yo no iba allí a ganar. Iba a ver la ciudad, y me tome el maratón como una forma privilegiada de conocer Nueva York, que entonces me pareció un sitio increíble». Le sorprendió la variedad de los barrios, pasar de moverse entre tiendas elegantes a hacerlo por calles poco aconsejables. «Y me quedé pasmado al llegar al puente Verrazano y ver que tenían puesta una alfombra. Es que el puente es de rejilla, y eso te machaca las piernas, sobre todo si eres de los buenos y vas deprisa»., etc.
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