miércoles, 23 de noviembre de 2011

RELATO = LA CABEZA VISIBLE.

En la fresca penumbra azul, una confitería de Camden Town, en la esquina de dos empinadas calles, brillaba como brilla la punta del cigarro encendido. Como la punta de un castillo de fuegos artificiales, mejor dicho, porque la iluminación era de muchos colores y de cierta complejidad, quebrada por variedad de espejos y reflejada en multitud de pastelillos y confituras doradas y de vivos tonos. Los chicos de la calle pegaban la nariz al escaparate de fuego, donde había unos bombones de chocolate. Y la gigantesca tarta de boda que aparecía en el centro era blanca, remota, edificante, como un Polo Norte digno de ser engullido. Era natural que este arco iris de tentaciones atrajera a toda la gente menuda de la vecindad que andaba entre los diez y los doce años. Pero aquel ángulo de la calle ejercía también una atracción especial sobre gente algo más crecida; en efecto: un joven de hasta veinticuatro años al parecer estaba también extasiado ante el escaparate. También para él la confitería ejercía un singular encanto; pero encanto que no provenía precisamente del chocolate, aunque nuestro joven estaba lejos de mirar con indiferencia esta golosina.
            Era un hombre alto, corpulento, de cabellos rojizos, de cara audaz y de modales un tanto descuidados. Llevaba bajo el brazo una abultada cartera gris, y en ella dibujos en blanco y negro, que venía vendiendo con éxito vario a los editores desde el día en que su señor tío -un almirante- le había desheredado por razón de sus ideas socialistas, tras una conferencia pública que dio el joven contra las teorías económicas recibidas. Llamábase John Turnbull Angus.
            Se decidió a entrar, atravesó la confitería y se  dirigió al cuarto interior -especie de fonda y , pastelería- y al pasar saludó, descubriéndose un  poco, a la damita que atendía al público. Era ésta una muchacha elegante, vivaz, vestida de negro, morena, de lindos colores y de ojos negros. Tras el intervalo habitual, la muchacha siguió al joven al cuarto interior para ver qué deseaba.
            Él deseaba algo muy común y corriente:      
            -Haga el favor de darme -dijo con precisión- un bollo de a medio penique y una tacita de café solo.
            Y antes de que la muchacha se volviera a otra parte, añadió:
            -Y también quiero que se case usted conmigo.
            La damita contestó, muy altiva:
            -Ése es un género de burlas que yo no consiento.
            El rubio joven levantó con inesperada gravedad sus ojos grises, y dijo:
            -Real y verdaderamente, es en serio, tan en serio como el bollo de a medio penique; y tan costoso como el bollo: se paga por ello. Y tan indigesto como el bollo: hace daño.
            La joven morena, que no había apartado de él los ojos, parecía estarle estudiando con trágica minuciosidad. Al acabar su examen, había en su rostro una como sombra de sonrisa; se sentó en una silla.
            -¿No cree usted -observó Angus con aire distraído- que es una crueldad comerse estos bollos de a medio penique? ¡Todavía pueden llegar a bollos de a penique! Yo abandonaré estos brutales deportes en cuanto nos casemos.
            La damita morena se levantó y se dirigió a la ventana, con evidentes señales de preocupación, pero no disgustada. Cuando al fin volvió la cara con aire resuelto, se quedó desconcertada al ver que el joven estaba poniendo sobre su mesa multitud de objetos y golosinas que había en el escaparate: toda una pirámide de bombones de todos colores, varios platos de bocadillos y los dos frascos de ese misterioso oporto y ese misterioso jerez que sólo sirven en las pastelerías. Y en medio de todo ello había colocado el enorme bulto de aquella tarta espolvoreada de azúcar, que era el principal ornamento del escaparate.
            -Pero, ¿qué hace usted?
            -Mi deber, querida Laure -comenzó él.        
            -¡Oh, por Dios¡ Pare, pare: no me hable usted así. ¿Qué significa todo esto?
            -Un banquete ceremonial, Miss Hope.
            -¿Y eso? -dijo ella, impaciente, señalando la montaña de azúcar.
            -Eso es la tarta de bodas, señorita Angus -contestó el joven.
            La muchacha le arrebató la tarta y la volvió a su sitio de honor; después volvió adonde estaba el joven, y, poniendo sobre la mesita sus elegantes codos, se quedó mirándolo cara a cara, aunque no con aire desfavorable, sí con evidente inquietud.
            -Y ¿no me da usted tiempo de pensarlo? preguntó.
            -No soy tan tonto -contestó él-. -¡Tanta es mi humildad cristiana!
            Ella seguía contemplándole; pero ahora, tras la máscara de su sonrisa, había una creciente gravedad.
            -Mr. Angus -dijo con firmeza-; basta de niñerías: no pase un minuto más sin que usted me oiga. Tengo que decirle algo de mí misma.
            -¡Encantado! -replicó Angus gravemente- y ya que está usted en ello, también debería. usted decirme algo sobre mí mismo.
            -Ea, calle usted un poco y escuche. No es nada de que tenga yo que avergonzarme ni entristecerme siquiera. Pero, ¿qué diría usted si supiera que es algo que, sin ser cosa mía, es mi pesadilla constante?
            -En tal caso -dijo. seriamente el joven-, yo  le aconsejo a usted que traiga otra vez la tarta de boda.
            -Bueno, ante todo, escuche usted mi historia  -insistió Laure-. Y, para empezar, le diré que  mi padre era propietario de la posada «El Pez Rojo», en Ludbury, y era yo quien servía en el bar a la parroquia.
            -Ya decía yo -interrumpió él- que había no sé qué aire cristiano en esta confitería.
            -Ludbury es un triste soñoliento agujero de los condados del Este, y la única gente que aparecía por «El Pez Rojo» era, amén de uno que otro viajante, de lo más abominable que usted haya visto, aunque usted no ha visto eso jamás. Quiero decir que eran unos haraganes, bastante acomodados para no tener que ganarse la vida, y sin más quehacer que pasarse el día en las tabernas y en apuestas de caballos, mal vestidos, aunque harto bien para lo que eran. Pero aun estos jóvenes pervertidos aparecían poco por casa, salvo un par de ellos que eran habituales, en todos los sentidos de la palabra. Vivían de su dinero y eran ociosos hasta decir basta, y excesivos en el vestir. Con todo, me inspiraban alguna lástima, porque se me figuraba que sólo frecuentaban nuestro desierto establecimiento a causa de cierta deformidad que cada uno de ellos padecía; esas leves deformidades que hacen reír precisamente a los burlones. Más que verdadera deformidad, se trataba de una rareza. Uno de ellos era de muy baja estatura, casi enano, o por lo menos parecía «jockey», aunque no en la cara y lo de más; tenía una cabezota negra y una barba negra muy cuidada, ojos brillantes, de pájaro; siempre andaba haciendo sonar las monedas en el bolsillo; usaba una gran cadena de oro, y siempre se presentaba tan ataviado a lo gentleman, que claro se veía que no lo era. Aunque ocioso, no era un tonto; hasta tenía un talento singular para todas las cosas inútiles; improvisaba juegos de manos, hacía arder quince cerillas a un tiempo como un castillo de artificio, cortaba un plátano o una cosa así en forma de bailarina... Se llamaba Isidore Smythe. Todavía me parece verle, con su carita trigueña, acercarse al mostrador y formar con cinco cigarrillos la figura de un canguro.
            El otro era más callado y menos notable, pero me alarmaba más que el pequeño Smythe. Era muy alto y ligero, de cabellos claros, nariz aguileña, y tenía cierta belleza, aunque una belleza espectral, y un bizqueo de lo más espantoso que pueda darse. Cuando miraba de frente, no sabía uno dónde estaba uno mismo o qué era lo que él miraba. Yo creo que este defecto le amargaba un poco la vida al pobre hombre; porque, en tanto que Smythe siempre andaba luciendo sus habilidades de mono, James Welkin (que así se llamaba el bizco) nunca hacía más que empinar el codo en el bar y pasear a grandes trancos por los cenicientos llanos del contorno. Pero creo que también a Smythe le dolía sentirse tan pequeñín, aunque lo llevaba con mayor gracia. Así fue que me quedé verdaderamente perpleja y del todo desconcertada y tristísima cuando ambos; en la  misma semana, me propusieron casarse conmigo.
            El caso es que cometí tal vez una torpeza; al menos, eso me ha parecido a veces. Después de todo, aquellos monstruos eran mis amigos, y yo no quería por nada del mundo que se figurasen que los rehusaba por la verdadera razón del caso: su imposible fealdad. De modo que inventé un pretexto, y dije que me había prometido no casarme sino con un hombre que se hubiera abierto por sí mismo su camino en la vida, que para mí era cuestión de principios el no desposarme con un hombre cuyo dinero procediera, como el de ellos, del beneficio de la herencia. Y a los dos días de haber expuesto yo mis bien intencionadas razones comenzó el conflicto. Lo primero que supe fue que ambos se habían ido a buscar fortuna, como en el más cándido cuento de hadas.
            Desde entonces no he vuelto a ver a ninguno  de ellos. Pero he recibido dos cartas del hombrecillo llamado Smythe, y realmente son inquietantes.
            -Y del otro, ¿no ha sabido usted más? preguntó Angus.     
            -No; nunca me ha escrito -dijo la muchacha  después de dudar un instante-. La primera carta de Smythe decía simplemente que había salido , en compañía de Welkin con rumbo a Londres; pero, como Welkin es tan buen andarín, el hombrecillo se quedó atrás y tuvo que detenerse a descansar al lado del camino. Le recogió una compañía de saltimbanquis que casualmente pasaba por allí; y en parte porque el pobre hombre era casi un enano, y en parte por sus muchas habilidades, se arregló con ellos para trabajar en la próxima feria, y le destinaron para hacer no sé qué suertes en el Acuario. Esto decía en su primera carta. En la segunda había ya más motivo de alarma. La recibí hace apenas una semana.
            El llamado Angus apuró su taza de café y dirigió a su amiga una mirada cariñosa y paciente. Ella, al continuar, torció un poco la boca, como esbozando una sonrisa:
            -Supongo que en los anuncios habrá usted leído lo del «Servicio silencioso de Smythe», o será usted la única persona que no lo haya leído. Por mi parte, no estoy muy enterada; sólo sé que se trata de la invención de algún mecanismo de relojería para hacer mecánicamente todo el trabajo de la casa. Ya conoce usted el estilo de esos reclamos: «Oprime usted un botón, y ya tiene a sus órdenes un mayordomo que nunca se emborracha.» «Da usted vuelta a una manivela, y eso equivale a una docena de criadas que nunca pierden el tiempo en coqueteos, etc.» Ya habrá usted visto los anuncios. Bueno: las dichosas máquinas, sean lo que fueren, están produciendo montones de dinero, y lo están produciendo para los purísimos bolsillos del mismísimo duende con quien trabé conocimiento en Ludbury. No puedo menos de celebrar que el triste sujeto tenga éxito; pero el caso es que me aterra la idea de que, en todo momento, puede presentárseme aquí y decirme que ya ha logrado abrirse un camino, como es la verdad.
            -¿Y el otro? preguntó Angus con cierta obstinada inquietud.
            Laure Hope se puso en pie de un salto.        
            -Amigo mío -dijo-, usted es un brujo. Sí, tiene usted razón, usted es un brujo. Del otro no he llegado a recibir una sola línea. Y no tengo la menor idea de lo que será de él, o dónde habrá ido a parar. Pero es de él de quien tengo más miedo; es él quien se atraviesa en mi camino; él quien me ha vuelto ya medio loca. No, lo cierto es que ya me tiene loca del todo; porque figúrese usted que me parece encontrármelo donde estoy segura de que no puede estar, y creo oírle hablar donde es de todo punto imposible que él esté hablando
            -Bueno, querida amiga -dijo alegremente el . joven-, aun cuando sea el mismo Satanás, desde el momento en que usted le ha contado a alguien el caso, su poder se disipa. Lo que más enloquece, criatura, es estarse devanando los sesos a solas. Pero, dígame ¿dónde y cuándo le ha parecido a usted ver u oír a su famoso bizcó?
            -Sepa usted que he oído reírse a James Welkin tan claramente como le oigo hablar a usted -dijo la muchacha con firmeza-. ¡Y no había un alma! Porque yo estaba allí, afuera, en la esquina, y podía ver a la vez las dos calles. Además, y aunque su risa era tan extraña como su bizqueo, ya se me había olvidado su risa. Y hacia como un año que ni siquiera pensaba en él. Y lo curioso es que la primera carta de su rival (verdad absoluta) me llegó un instante después.

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