domingo, 20 de noviembre de 2011
NATHAN WOLFE. EL CAZADOR DEL VIRUS ASESINOS.INMUNOLOGÍA.
Qué hace un hombre como él en un sitio como este? Eso se preguntarán sin duda en cada remota aldea a la que Nathan Wolfe llega. Criado en un barrio residencial de Detroit, estudió en Stanford y Oxford, se doctoró en Harvard y, ahora, a sus 38 años, soltero, vive de avión en avión, de todoterreno en todoterreno, recorriendo las zonas rurales más pobres del planeta, comunicándose como puede con sus interlocutores, personas que viven de la caza, encapsuladas en su puro instinto de supervivencia. Y es que Wolfe, uno de los más reconocidos virólogos, llega a una aldea de Camerún o Borneo -lo mismo da-, toma muestras de sangre a los cazadores, a las esposas de estos y a los animales recientemente apresados, y sigue camino hacia su próximo destino, similar al que acaba de dejar. Lleva haciéndolo más de una década. Y claro, al cabo de los años, acumula ya una de las más extensas colecciones de muestras de sangre de todo el mundo: 25.000 humanas y 16.000 animales, disponibles para cuanto investigador las quiera. ¿Qué busca? Transformar el modo en que nos planteamos el control de las enfermedades virales que acaban en pandemias. Para lograrlo, pretende que los organismos internacionales pasen de la contención de los brotes a la toma de agresivas medidas preventivas contra los virus emergentes. «Si miramos qué pasó con el sida, la viruela, el ébola y con todo lo que hemos padecido en el siglo XX -explica Wolfe-, vemos que la mayoría de estos patógenos nos fueron transmitidos por los animales».
Los hechos no lo desmienten: de las más de 300 nuevas enfermedades infecciosas surgidas desde 1940, casi las tres cuartas partes se han originado en los animales salvajes. Y los riesgos son cada vez mayores, ya que vivimos en ciudades atestadas de gente, se está produciendo un cambio climático, crece el número de ancianos... Las sociedades modernas son un chollo para los microbios.
Aunque los optimistas predijeron en su momento que las enfermedades infecciosas graves habrían sido ya dominadas en nuestra época, el potencial de nuevos brotes crece: el transporte global incrementa los riesgos de trasladar un virus de un continente a otro en pocas horas. Y conforme los madereros y mineros se adentran en zonas antes inaccesibles de los bosques tropicales infestados de microbios, más seres humanos contactan con animales portadores de virus que mutan a toda velocidad. Y el calentamiento global podría estar incluso empujando a los patógenos `tropicales´ hacia latitudes templadas.
Azotes de toda la vida como la viruela del mono, el dengue y la tuberculosis están reapareciendo ocasionalmente, a veces en formas resistentes a los medicamentos. El virus del Nilo occidental, presente en África desde hace milenios, apareció por primera vez en Nueva York en 1999. Y en tres años se extendió por toda Norteamérica, hasta convertirse allí en un mal endémico. En noviembre de 2007, tras realizar una necropsia a un puma muerto, un biólogo del Parque Nacional del Gran Cañón de Arizona murió de peste neumónica: sí, aquella de la `muerte negra´ que hizo de la Europa medieval un inmenso cementerio. Incluso sin tener en cuenta el potencial bioterrorismo, hoy estamos expuestos, como nunca antes, a las emergencias microbianas.
«Por ello estamos intentando ir a los orígenes del asunto y detectar a tiempo cuál será el próximo VIH antes de que ocasione una pandemia letal».
Al hablar en plural, Wolfe alude al Global Viral Forecasting Initiative (GVFI), el organismo al que pertenece, y al equipo con el que hoy trabaja en Camerún: 27 especialistas en sanidad pública, ecólogos expertos en la fauna y flora de la región, técnicos de laboratorio, enfermeras y agentes de enlace con las poblaciones locales.
La elección del sureste de Camerún -uno de los entornos más hostiles del planeta- no es casual. Se cree que allí irrumpió por primera vez en la sangre de un cazador el virus de chimpancé que mutó después en el VIH. Y de ese primer huésped involuntario, el virus del sida se extendió por el mundo, con metódica y escalofriante eficiencia mortal, infectando a más de 60 millones de personas y matando hasta la fecha a 25 millones de pacientes. De ahí la urgencia de Wolfe por crear esta auténtica CIA contra los virus.
Con la ayuda de subvenciones -entre ellas, una de Google.org, que ha donado a GVFI 5,5 millones de dólares, el máximo dado por el buscador en su historia-, Wolfe está logrando realizar su proyecto de «vigilancia viral», estableciéndose en puntos calientes en los que se han incubado virus tan letales como el del cólera, la gripe aviar y el SARS (síndrome respiratorio agudo severo), que mató a 700 personas en 2003. Su objetivo final: crear una infraestructura mundial que suministre continuamente a los investigadores muestras sanguíneas de -poblaciones-centinela-, integradas por los cazadores de la selva africana, los criadores de aves de corral en el sureste asiático o los vendedores de los mercados chinos `húmedos´, en los que se dan trueques de animales vivos por alimentos.
Todo suena muy sensato, pero el sistema mundial de la salud pública sigue basado en responder a las epidemias una vez que estas irrumpen. «Me recuerda a los cardiólogos en los 50 -dice Wolfe-: de brazos cruzados, esperando los ataques al corazón, para hacerles un bypass a los supervivientes».
Incluso siendo como es este un problema tan serio, los organismos mundiales de respuesta a pandemias no cuentan con los fondos ni los equipamientos necesarios. El presupuesto para preparativos de los centros estadounidenses para el control de las enfermedades en 2008 apenas llegó a los 158 millones de dólares, una fracción minúscula de los casi 200.000 millones que costaron las guerras en Irak y Afganistán en 2010.
«No cuestionamos la inversión en temas de seguridad física -afirma Michael Ryan, coordinador de la red de alerta y respuesta a brotes globales de la OMS-, pero las epidemias han matado siempre a muchas más personas que las guerras». La `gripe española´, por ejemplo: a unos 40 millones entre 1918 y 1919, casi el doble que los muertos en la Primera Guerra Mundial.
En 2004, al examinar una muestra de un cazador, Wolfe detectó un virus espumoso simiesco (VES), así llamado por sus células, que, bajo el microscopio, recuerdan a pompas de jabón. Como el VIH, los patógenos espumosos son retrovirus, unos enemigos temibles que inyectan su propio material genético en las células que infectan. Al entrar en un organismo, nada puede erradicarlos.
Aquel hallazgo revolucionó la epidemiología: hasta entonces se creía que la transmisión de retrovirus de los animales a las personas era una rareza. «Lo sorprendente fue descubrir el VES en una muestra tan pequeña como aquella -comenta Wolfe-, lo que confirma que los primates transmiten virus a las personas con regularidad».
¿Podría el VES humano -o los otros dos nuevos virus emparentados con el sida que Wolfe halló en muestras de cazadores cameruneses- convertirse en el nuevo VIH? Es muy pronto para decirlo. Hasta hoy, ninguno de los cazadores positivos de VES muestra síntomas de nada, pero Wolfe los sigue de cerca: siempre pueden enfermar tras un largo proceso de incubación.
«Hace un siglo -concluye Wolfe- no sabíamos ni que existían los virus; hoy empezamos a entender que son la forma primordial de vida en la Tierra. Debemos repensar casi todo cuanto sabemos sobre el funcionamiento de nuestro planeta».
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