Tal vez Jesús enviara a algunos de sus apóstoles al infierno para salvar almas», dice John. «Ni siquiera en el peor de los tormentos se puede decir que esté todo perdido».
La idea me sorprende. Estamos charlando en uno de los raros bares de Los Ángeles. John es bombero y está en su día de descanso.
«¿Por qué dices eso?», pregunto.
«Porque he experimentado el mismo tormento aquí en la Tierra. Entro en edificios en llamas, veo personas desesperadas intentando salir y muchas veces he llegado a arriesgar mi vida para salvarlas. Soy tan solo una partícula en este universo inmenso, obligado a actuar como un héroe en medio del fuego y de la desesperación.
Si yo, que no soy nada, soy capaz de actuar así, ¡imagine qué no hará Jesús! No hay duda de que algunos de sus apóstoles están infiltrados en el infierno, salvando almas».
En el monasterio de Huelgas
Dice la monja Begoña Miguel, del monasterio de Huelgas:
«San Juan de la Cruz nos enseña que el silencio tiene su propia música; es el silencio lo que nos permite vernos a nosotros mismos y las cosas que nos rodean.
Me gustaría añadir: existen palabras que solo se pueden decir en silencio, por más absurdo que eso pueda parecer. Los grandes genios, para componer sus sinfonías, necesitaban silencio y eran capaces de transformarlo en sonidos divinos. El filósofo y el científico necesitan del silencio.
De noche, en el monasterio, practicamos lo que llamamos el `Gran Silencio´. A través de la ausencia de conversaciones, conseguimos entender lo que está más allá».
El lenguaje de los sueños
Australia es, básicamente, un vasto desierto central, con ciudades en la costa. Aunque el hombre blanco se haya encontrado con dificultades para abrirse camino a través del interior del país, las tribus primitivas, los aborígenes, nunca tuvieron ningún problema para cruzar el país entero.
«Somos un pueblo que cree en los sueños -cuenta Sam Watson, un aborigen-. Los ancianos de ciertas tribus se reúnen todas las mañanas y comentan entre sí lo que soñaron la noche anterior. Solo entonces deciden el mejor camino para recorrer ese día.
Nunca nos quedamos sin agua ni comida. Conseguimos, mediante los sueños de nuestros hechiceros, las mismas cosas que el hombre blanco consigue con sus satélites y sus complicados aparatos de medición geológica».
El árbol que canta
Una lectora de mis libros me encuentra una tarde de autógrafos en Bilbao, en el País Vasco.
«Usted siempre habla de símbolos -me dice-. Quiero mostrarle un símbolo que nunca ha visto».
Al día siguiente va a buscarme en coche al hotel. «No sé cómo comenzó esto -comenta-, pero cuenta la leyenda que un viejo alquimista judío afirmó en una ocasión que los árboles cantaban. El alcalde de la ciudad dijo que, si no era capaz de probar lo que decía, lo mataría. Desde entonces, todos los años, un árbol de Soria canta y vuelve así a salvar, de forma simbólica, la vida de aquellos que creen que todo es posible».
Llegamos a Soria y nos dirigimos a una plaza. Poco a poco comienza a llegar la gente. Y, de repente, una banda de música, al completo y con todos los instrumentos, sube al gigantesco y bicentenario olmo que hay en el centro de la plaza. Cada músico ocupa una rama.
A las órdenes de una batuta invisible, el árbol de Soria canta.
La idea me sorprende. Estamos charlando en uno de los raros bares de Los Ángeles. John es bombero y está en su día de descanso.
«¿Por qué dices eso?», pregunto.
«Porque he experimentado el mismo tormento aquí en la Tierra. Entro en edificios en llamas, veo personas desesperadas intentando salir y muchas veces he llegado a arriesgar mi vida para salvarlas. Soy tan solo una partícula en este universo inmenso, obligado a actuar como un héroe en medio del fuego y de la desesperación.
Si yo, que no soy nada, soy capaz de actuar así, ¡imagine qué no hará Jesús! No hay duda de que algunos de sus apóstoles están infiltrados en el infierno, salvando almas».
En el monasterio de Huelgas
Dice la monja Begoña Miguel, del monasterio de Huelgas:
«San Juan de la Cruz nos enseña que el silencio tiene su propia música; es el silencio lo que nos permite vernos a nosotros mismos y las cosas que nos rodean.
Me gustaría añadir: existen palabras que solo se pueden decir en silencio, por más absurdo que eso pueda parecer. Los grandes genios, para componer sus sinfonías, necesitaban silencio y eran capaces de transformarlo en sonidos divinos. El filósofo y el científico necesitan del silencio.
De noche, en el monasterio, practicamos lo que llamamos el `Gran Silencio´. A través de la ausencia de conversaciones, conseguimos entender lo que está más allá».
El lenguaje de los sueños
Australia es, básicamente, un vasto desierto central, con ciudades en la costa. Aunque el hombre blanco se haya encontrado con dificultades para abrirse camino a través del interior del país, las tribus primitivas, los aborígenes, nunca tuvieron ningún problema para cruzar el país entero.
«Somos un pueblo que cree en los sueños -cuenta Sam Watson, un aborigen-. Los ancianos de ciertas tribus se reúnen todas las mañanas y comentan entre sí lo que soñaron la noche anterior. Solo entonces deciden el mejor camino para recorrer ese día.
Nunca nos quedamos sin agua ni comida. Conseguimos, mediante los sueños de nuestros hechiceros, las mismas cosas que el hombre blanco consigue con sus satélites y sus complicados aparatos de medición geológica».
El árbol que canta
Una lectora de mis libros me encuentra una tarde de autógrafos en Bilbao, en el País Vasco.
«Usted siempre habla de símbolos -me dice-. Quiero mostrarle un símbolo que nunca ha visto».
Al día siguiente va a buscarme en coche al hotel. «No sé cómo comenzó esto -comenta-, pero cuenta la leyenda que un viejo alquimista judío afirmó en una ocasión que los árboles cantaban. El alcalde de la ciudad dijo que, si no era capaz de probar lo que decía, lo mataría. Desde entonces, todos los años, un árbol de Soria canta y vuelve así a salvar, de forma simbólica, la vida de aquellos que creen que todo es posible».
Llegamos a Soria y nos dirigimos a una plaza. Poco a poco comienza a llegar la gente. Y, de repente, una banda de música, al completo y con todos los instrumentos, sube al gigantesco y bicentenario olmo que hay en el centro de la plaza. Cada músico ocupa una rama.
A las órdenes de una batuta invisible, el árbol de Soria canta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario