Para celebrar el centenario, si le sobran cincuenta mil euros de nada, puede apuntarse a un crucero que incluye un paseo submarino hasta el paraje abisal donde duerme el buque.
Con el 2012 recién estrenado, me atrevo a hacer una profecía. No, no crean que pienso hacerle la competencia a Aramis Fuster y demás visionarios. No tengo ni idea de si este año Guillermo y Catalina de Inglaterra cumplirán con la golden rule de los Windsor y anunciarán la llegada de un heredero antes de que se cumpla el primer aniversario de su boda. Tampoco sé si Harper Beckham desbancará a Suri Cruise como la niña más elegante del planeta... u otras importantísimas profecías de esas que ellos manejan. Ignoro también otras cosas que nos afectan más, como si la crisis nos dará tregua o si el euro acabará su corta vida estrellado contra las escarpadas rocas de la inoperancia de unos y del egoísmo de otros. Lo que sí sé, en cambio, es que el 2012 será el año del Titanic. No metafóricamente –esperemos–, sino en el más literal sentido. Y es que el 15 de abril hará cien años que ese buque, considerado el más perfecto de todos los que hasta el momento se habían construido, cumplió con el cruel destino de los titanes que, según los griegos, pagaron muy cara su osadía de desafiar a los dioses. He querido adelantarme a la `titanitis´ aguda, que sin duda empezaremos a vivir en breve, para analizar un poco este fenómeno. Posiblemente con Jack el Destripador, el hundimiento del Titanic sea el hecho luctuoso que más fascinación y más ríos de tinta haya derramado. La razón, a mi modo de ver, es que puede considerarse una metáfora de muchos acontecimientos que tendrían lugar poco más tarde. Aquel naufragio se puede interpretar, por ejemplo, como preludio de lo que significaría la Primera Guerra Mundial, una contienda destinada a marcar el fin de un orden anterior con la decadencia de sus escleróticas instituciones y sus enormes diferencias de clase. En efecto, así puede interpretarse, puesto que a bordo del Titanic viajaba lo más granado de los ricos del momento y acabaron como todos sabemos. Otros opinan –recordando que el capitán mandó cerrar las puertas que comunicaban la primera clase con las demás para que los pasajeros de estas no tuvieran acceso a los pocos botes salvavidas que había– que el naufragio de aquel buque presagiaba otro hundimiento. Ellos lo ven como el anuncio de la revolución bolchevique, la sublevación de las masas contra el egoísmo y la estupidez de los ricos. Siguiendo esta idea, he intentado interpretar en la misma clave de metáfora lo que algunos están haciendo ahora con los restos del Titanic, para ver si consigo entender el tiempo actual. Leo, por ejemplo, que para celebrar el centenario, si a usted le sobran cincuenta mil euros de nada, puede apuntarse a una aventura exclusivísima: un crucero de cinco días que incluye un paseo submarino de diez o doce horas hasta el remoto paraje abisal donde duerme el buque. Por lo visto, el submarino ruso diseñado para poder aguantar la enorme presión de los tres kilómetros de profundidad a los que se encuentra el buque tiene una cabina de apenas dos metros de ancho en la que caben dos afortunados turistas, además del piloto. Según leo también, estos habrán de ir equipados con ropa especial para aislarse del terrible frío, y solo se les permitirá llevar unos sándwiches (el espacio no da para más). Leo por fin que, a pesar de la crisis, del paro, etcétera, la lista de espera para darse este caprichito de cincuenta mil euros es nada menos que de tres años y hay bofetadas en la reventa. ¿Qué metáfora se les ocurre a ustedes? A mí, que acabo de leer un informe de la OCDE que apunta que la diferencia entre ricos y pobres se ha disparado hasta el nivel más alto de los últimos treinta años y otro que dice que el sector del lujo aumentó en España un veinticinco por ciento con la que está cayendo, lo único que se me viene a la cabeza es ese dicho francés que reza: «Plus ça change plus, c’est la même chose». Cuanto más cambia el mundo, más se parece al de antes. | |
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