Extrañas amistades.
Se imagina juntos a un gato y un pollito? ¿Y a un macaco y una paloma como los de la imagen? Pues en la naturaleza a veces se producen estos milagros, para asombro de científicos y expertos. La causa parece estar en la combinación del instinto maternal de los que pierden a sus crías y en la inocencia de estas al sentirse solas.
Foto de un perro y un gato como amigos buenos o como hermanos de la naturaleza, la vida nos aprende cada vez mas cosas nuevas en el mundo animal, etc,.
Uno de los guardas del Parque Nacional Kruger, en Sudáfrica, se detuvo para asistir, una vez más, al eterno drama de la muerte. Un pequeño impala había caído al río y era incapaz de salvar el talud y ponerse a salvo. Los cocodrilos ya habían notado sus vanos intentos de salir del agua. Algunos nadaban despacio hacia el antílope. Y eso quería decir que al impala le quedaban pocos minutos de vida.
Simion, el guarda, se recostó bajo una acacia y enfocó sus prismáticos. Los cocodrilos acortaban distancias mientras el impala, con el agua cubriéndole hasta el vientre, resollaba exhausto entre las rocas de la orilla. El guarda había visto morir así a cientos de animales. Era algo a lo que no se acostumbraba; una rutina inalterable y dramática. Pero aquel día las cosas no iban a suceder como siempre.
Cuando los cocodrilos estaban a pocos metros de su presa, una de las rocas cercanas al impala cobró vida. Un enorme hipopótamo entró en escena. Con poderosos pasos se cruzó entre los atacantes y la víctima y atrapó a esta última con sus enormes fauces. Simion creyó que iba a devorarla. Pero entonces el hipopótamo dio media vuelta y nadó con su presa hasta la orilla opuesta, más baja y accesible, ahuyentando a los cocodrilos en su camino. Mientras el guarda asistía, incrédulo, a la escena, el hipopótamo salió del río y con extremado cuidado depositó sano y salvo al impala en el suelo. Aquel día, Simion Loth empezó a creer en los milagros.
Entre los animales se dan esporádicamente situaciones que se escapan a la lógica pragmática y fría de la ciencia. Cazadores y presas se conceden treguas, enemigos mortales se toleran y un aparente altruismo se da entre especies que, por regla general, se ignoran. Los investigadores aún no encuentran respuestas para todos estos casos excepcionales. Pero lo que saben, y han demostrado en diferentes experimentos, es que la mayoría de las veces se debe a los cambios que se producen en los animales al traer al mundo a sus crías. Cuando una madre da a luz, en su cuerpo se producen grandes cambios hormonales. Aquello que llamamos `instinto maternal´ se activa de forma contundente e imborrable. A partir de esos primeros momentos, cuando el animal reconoce a su cría, el instinto maternal hará que sea capaz de dar la vida por su pequeño. Y si trágicamente este muere poco después, la madre irá buscando sustitutos y será capaz de adoptar huérfanos de su misma especie e incluso de diferente. Este lazo inquebrantable entre madre e hijo se produce poco después del nacimiento, cuando el contacto entre ellos activa el instinto de la madre. Si a una vaca o a una oveja se la separa de su cría inmediatamente después del parto y se la devuelve al cabo de varias horas, la madre no llegará a reconocer nunca a su pequeño.
A las crías les sucede algo similar. Durante las primeras horas de vida, los momentos en que los recién nacidos empiezan a tomar contacto con el mundo son claves para fijar la relación maternofilial. En esta fase, que los etólogos denominan `fase de impronta´, los pequeños reconocen a sus padres y se crea un vínculo que no cambiará jamás. De ahí que en ocasiones –la mayoría, provocadas por los científicos en sus experimentos– algunos animales recién nacidos tomen como padre al primer animal con el que se encuentran. Así lo demostró el famoso etólogo Konrad Lorenz cuando consiguió que una familia entera de gansos lo tomara como padre y lo siguieran, obedientes, a todas partes.
Si unimos los irrefrenables lazos maternales con la inocente confianza de los recién nacidos, podemos encontrar la explicación a muchas de las sorprendentes situaciones que esporádicamente encontramos en la naturaleza. Hay madres que adoptan crías de otra especie y crías que siguen a animales que en otras circunstancias los considerarían temibles enemigos. Los más pequeños ejercen un poder irrefrenable que cambia instintos, caracteres y conductas.
En los últimos eslabones de la evolución, en cuyo extremo nos encontramos los seres humanos, al poder del instinto maternal y de la impronta de los más pequeños –que tenemos en tanto en cuanto somos animales mamíferos–
se añade un poder aún mayor, un poder que cambia patrones, rompe barreras y es capaz de lo imposible, algo que ningún científico ha sido capaz de aislar, medir o cuantificar; una fuerza inquebrantable a la que, a falta de nombre científico, hemos llamado ‘amor’.,etc.
Uno de los guardas del Parque Nacional Kruger, en Sudáfrica, se detuvo para asistir, una vez más, al eterno drama de la muerte. Un pequeño impala había caído al río y era incapaz de salvar el talud y ponerse a salvo. Los cocodrilos ya habían notado sus vanos intentos de salir del agua. Algunos nadaban despacio hacia el antílope. Y eso quería decir que al impala le quedaban pocos minutos de vida.
Simion, el guarda, se recostó bajo una acacia y enfocó sus prismáticos. Los cocodrilos acortaban distancias mientras el impala, con el agua cubriéndole hasta el vientre, resollaba exhausto entre las rocas de la orilla. El guarda había visto morir así a cientos de animales. Era algo a lo que no se acostumbraba; una rutina inalterable y dramática. Pero aquel día las cosas no iban a suceder como siempre.
Cuando los cocodrilos estaban a pocos metros de su presa, una de las rocas cercanas al impala cobró vida. Un enorme hipopótamo entró en escena. Con poderosos pasos se cruzó entre los atacantes y la víctima y atrapó a esta última con sus enormes fauces. Simion creyó que iba a devorarla. Pero entonces el hipopótamo dio media vuelta y nadó con su presa hasta la orilla opuesta, más baja y accesible, ahuyentando a los cocodrilos en su camino. Mientras el guarda asistía, incrédulo, a la escena, el hipopótamo salió del río y con extremado cuidado depositó sano y salvo al impala en el suelo. Aquel día, Simion Loth empezó a creer en los milagros.
Entre los animales se dan esporádicamente situaciones que se escapan a la lógica pragmática y fría de la ciencia. Cazadores y presas se conceden treguas, enemigos mortales se toleran y un aparente altruismo se da entre especies que, por regla general, se ignoran. Los investigadores aún no encuentran respuestas para todos estos casos excepcionales. Pero lo que saben, y han demostrado en diferentes experimentos, es que la mayoría de las veces se debe a los cambios que se producen en los animales al traer al mundo a sus crías. Cuando una madre da a luz, en su cuerpo se producen grandes cambios hormonales. Aquello que llamamos `instinto maternal´ se activa de forma contundente e imborrable. A partir de esos primeros momentos, cuando el animal reconoce a su cría, el instinto maternal hará que sea capaz de dar la vida por su pequeño. Y si trágicamente este muere poco después, la madre irá buscando sustitutos y será capaz de adoptar huérfanos de su misma especie e incluso de diferente. Este lazo inquebrantable entre madre e hijo se produce poco después del nacimiento, cuando el contacto entre ellos activa el instinto de la madre. Si a una vaca o a una oveja se la separa de su cría inmediatamente después del parto y se la devuelve al cabo de varias horas, la madre no llegará a reconocer nunca a su pequeño.
A las crías les sucede algo similar. Durante las primeras horas de vida, los momentos en que los recién nacidos empiezan a tomar contacto con el mundo son claves para fijar la relación maternofilial. En esta fase, que los etólogos denominan `fase de impronta´, los pequeños reconocen a sus padres y se crea un vínculo que no cambiará jamás. De ahí que en ocasiones –la mayoría, provocadas por los científicos en sus experimentos– algunos animales recién nacidos tomen como padre al primer animal con el que se encuentran. Así lo demostró el famoso etólogo Konrad Lorenz cuando consiguió que una familia entera de gansos lo tomara como padre y lo siguieran, obedientes, a todas partes.
Si unimos los irrefrenables lazos maternales con la inocente confianza de los recién nacidos, podemos encontrar la explicación a muchas de las sorprendentes situaciones que esporádicamente encontramos en la naturaleza. Hay madres que adoptan crías de otra especie y crías que siguen a animales que en otras circunstancias los considerarían temibles enemigos. Los más pequeños ejercen un poder irrefrenable que cambia instintos, caracteres y conductas.
En los últimos eslabones de la evolución, en cuyo extremo nos encontramos los seres humanos, al poder del instinto maternal y de la impronta de los más pequeños –que tenemos en tanto en cuanto somos animales mamíferos–
se añade un poder aún mayor, un poder que cambia patrones, rompe barreras y es capaz de lo imposible, algo que ningún científico ha sido capaz de aislar, medir o cuantificar; una fuerza inquebrantable a la que, a falta de nombre científico, hemos llamado ‘amor’.,etc.
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