El tumor de Brenner es una neoplasia rara, que representa el 1-2 % de las neoplasias de ovario. La mayoría son benignas, pero existe un pequeño porcentaje de casos de tumor de Brenner maligno, entre ellos el caso que se presenta. Se trata de una mujer de 41 años que presentó una tumoración ovárica cuyo resultado anatomopatológico fue de carcinoma pobremente diferenciado, con asociación de tumor tipo Brenner maligno. A pesar de ser diagnosticado en estadio precoz, este caso destaca por su mal pronóstico.-foto,.
INTRODUCCIÓN
El tumor de Brenner es un tumor derivado del epitelio de la superficie del ovario que recuerda morfológicamente al epitelio de células transicionales de la vejiga. Es una neoplasia rara del ovario, que representa entre el 1-2% del total de las neoplasias de ovario (1).
Desde su descripción por Fritz Brenner en 1907, su origen es objeto de debate, aunque la mayoría de los autores lo consideran derivado del epitelio mülleriano. La gran mayoría de los casos son de naturaleza benigna (95%), pero en la clasificación de la OMS, dentro de los tumores de células transicionales, se incluye además el borderline (3-4%), el maligno (1%) y el carcinoma de células transicionales tipo no Brenner (2). La rareza del tumor de Brenner maligno justifica la descripción de este caso clínico.
Caso clínico
Se presenta el caso de una mujer de 41 años que consultó por baches amenorreicos desde hacía aproximadamente 8 meses. La paciente no presentaba antecedentes médico-quirúrgicos de interés, y como antecedentes gineco-obstétricos destacaban 5 partos normales y ligadura tubárica bilateral. Como antecedentes familiares, la paciente refería que su madre había sufrido una neoplasia de ovario.
En una primera ecografía se objetivó una formación anexial derecha sólido-quística de 72 mm de diámetro, con formaciones excrecentes en cara externa y posterior (Figura 1), y con patrón vascular restrictivo. Se solicitaron marcadores tumorales, encontrándose los siguientes valores: α-fetoproteína de 1,41 ng/ml, CEA de 2,7 ng/ml, Ca-125 de 126,53 U/ml, Ca-19.9 de 13,58 U/ml y BHCG de 1,17 mUI/ml.
TÍTULO OCASO Y MUERTE DE UNA DIVA,.
La actriz francesa Catherine Deneuve, la inolvidable rubia de la película "Belle de jour", de Luis Buñuel, reconoció en Berlín, donde presentó la película "Ella se va", de la realizadora Emmanuelle Bercot, lo difícil que le resulta envejecer.
En abril cumplirá 70 años. Su cabellera dorada sigue siendo frondosa, sensual, y atrae la luz de los reflectores en la sala de prensa de la Berlinale, donde centenares de periodistas acudieron emocionados a verla tras la proyección del filme de la joven realizadora Emmanuelle Bercot, una comedia ligera escrita especialmente para ella.
"Es bella como la Muerte, y fría como la Virtud", dicen que dijo de ella Luis Buñuel, el hombre que la hizo mundialmente famosa al dirigirla en "Belle de jour", donde es una "señora bien", poseída por sus fantasías eróticas, que una tarde decide ir a trabajar en una casa de citas.
Emmanuelle Bercot insistió en que había escrito el guión de "Ella se va", en el que Catherine Deneuve hace el papel de la dueña de un restaurante a quien su marido la traiciona, porque deseaba filmarla.
"El guión lo fui escribiendo poco a poco como un rompecabezas. Mi motivación era que deseaba trabajar con ella, pasar varios días viéndola actuar. Por eso filmé en primeros planos su cabellera, sus ojos, sus manos. El filme es Catherine. Ella es el centro, el alma", dijo la realizadora.
La trama de su comedia muestra supuestas fotos de la juventud de esta mujer que un día fue reina de belleza en Bretaña. "La belleza no tiene edad. Usted seguirá siendo bella hasta en el ataúd", le dice un admirador en el filme.
Un periodista ucraniano se atrevió a sugerir que Emmanuelle Bercot hacía en su película "la arqueología de la belleza" de Catherine Deneuve, y sugirió que el director austriaco Michael Haneke debía contratarla para darle un papel que valore su aura, la presencia y energía que aún posee.
"No es fácil aceptar que se está envejeciendo, claro. Y mucho menos para una actriz. Sin embargo no es una obsesión para mí. Todo puede ocurrir aún. Hay historias de amor que ocurren en los ancianatos. Los viejos también se enamoran", declaró con su voz alerta y vehemente, provocando las carcajadas de los periodistas.
Catherine Deneuve es madre de dos hijos, Christian Vadim, con el director Roger Vadim, y Chiara Mastroianni, fruto de su amor con el gran Marcello.
"¿Qué es la felicidad? Para mí esa palabra tiene que ver con la infancia. Sólo los niños son felices porque son despreocupados. No es un estado permanente. Son buenos momentos nada más. Horas buenas, como lo explicita precisamente la palabra francesa 'bonheur'", dijo.
En "Ella se va" el personaje de Catherine Deneuve decide abandonar su restaurante, hastiada de todo, y salir a viajar por las carreteras de Francia, sin rumbo fijo. Desesperada, se la ve fumar mucho, tratando de conquistar el amor de su hija.
"Me identificaba con mi personaje. Era un viaje. Es cierto que yo desgraciadamente fumo. ¿Acaso las actrices alemanas no fuman en las películas? Ahora mismo tengo ganas de fumar, pero no he traído los cigarrillos. No está bien echar humo en una rueda de prensa", dijo.
La actriz que ha sido dirigida también por Roman Polanski, François Truffaut, Manoel de Oliveira, Marcel Camus, Dino Risi, Agnès Varda, André Téchiné, Hugo Santiago, Raúl Ruiz y Lars von Trier, entre otros, lamentó no haber trabajado con Stanley Kubrick, el célebre director de "La naranja mecánica".
"A Stanley Kubrick lo admiro mucho. No tuve la suerte de conocerlo personalmente. Me habría gustado tanto trabajar en una de sus películas", confesó.
TÍTULO: NO ES PARA TANTO,.
Mis padres tuvieron la deferencia, o la desfachatez, de morirse en el
mismo año, con cinco semanas de diferencia. Me tocó a mí desarmar el
departamento, abrir esos cajones que nadie parecía haber abierto desde
hacía treinta años. Pensé que nunca podría hacerlo, hay que tener mucha
cintura para encontrarse con las pertenencias de los seres queridos
cuando ya no están.
Un papelito con números de teléfono, una agenda con listas de compras
del supermercado, un juego de naipes o una boleta vieja del gas pueden
convertirse en armas de destrucción masiva cuando no se está preparado
para encontrarlas. Cada objeto tiene el poder brutal de hacernos asomar,
por última vez, al empecinamiento, la soledad, la obsesión, la
pertinacia o la meticulosidad de la persona que se fue; una ráfaga
implacable que la trae de vuelta de cuerpo entero: allí sigue estando
cuando ya no está.
Yo no podía evadirme, mi condición de hija única me condenaba
irremediablemente a encontrarme con esas nimiedades que son el
testimonio más feroz de la impiedad del paso del tiempo. Finalmente a
punto de claudicar después de abrir el primer cajón, recordé un cuento
de John Berger.
La idea de la muerte de mis padres empezó a preocuparme a la edad de
cinco o seis años. Habíamos viajado a Alemania, donde mi padre tenía la
intención de perfeccionar sus estudios de filosofía . Aquella era una
Alemania anterior al milagro económico, sin vidrieras con marcas
conocidas, cuyo paisaje urbano era interrumpido por grandes baldíos de
los que en voz baja se decía: “Allí cayó una bomba” . La asociación
entre bomba y terreno baldío prevaleció hasta mucho tiempo después de
que regresáramos a la Argentina; será por eso que hasta hoy para mí los
baldíos tienen algo de siniestro.
En esa Alemania todavía predominaban usanzas anteriores a la Guerra o
directamente provocadas por ella. Todo el mundo vivía con lo puesto y
contaba el centavo. Una lata de Nescafé era un lujo asiático y a
nosotros –mi padre se había comprado un Opel Olimpia usado– se nos veía
como a potentados un poco salvajes, malcriados y dispendiosos. Durante
las primeras semanas en Murnau, donde mis padres aprendían alemán en el
Instituto Goethe, yo pasaba las mañanas en el aula de un colegio ubicado
entre la iglesia del pueblo y el cementerio. No entendía nada de lo que
se decía.
Mis compañeros no usaban cuadernos, sino una pequeña pizarra sobre la
que escribían con un puntero de tiza; no llevaban sus útiles en una
valija, sino en una mochila de cuero que mi madre se negó a comprarme
por considerar que me podía dañar la espalda. Antes de comenzar las
clases se rezaba en la iglesia y yo, criada en una familia estrictamente
agnóstica, no sabía cómo juntar las manos.
Todas las mañanas mi madre me acompañaba hasta la escuela. No me dejaba
en la puerta, sino allí donde, en un recodo, se abría el primer peldaño
de una empinada escalera de piedra por la que se ascendía unos 200
metros entre arbustos de bellotas coloradas hasta el patio de la
iglesia. Una mañana me encontré con las puertas cerradas. Di unas
vueltas por el jardín del cementerio; el terror de no saber qué hacer me
hacía volver siempre al rellano de la puerta. Tal vez grité, porque
apareció una mujer por cuyas enfáticas señas interpreté que por alguna
razón era feriado.
Podría haberme quedado allí a esperar que me vinieran a buscar, pero la
idea de permanecer bajo el frío gélido de esa mañana de diciembre me
espantaba. De modo que corrí escaleras abajo y empecé a remontar, sin
aliento, la calle por la que mi madre se había alejado. No sabía hacia
dónde corría, pero detrás de ese túnel de árboles raquíticos, detrás de
la acechanza de una intemperie sólo entrevista en la inquietud de
aquellas primeras noches de insomnio , suponía yo, encontraría a mi
madre. Y así fue. Como si me hubiera escuchado de lejos, ella también
corría hacia mí.
Con el tiempo, el miedo a quedarme sola cedió o se asordinó detrás de
las palabras extranjeras que iba haciendo propias y me abrían un sentido
y un mundo plasmados en los recovecos de mi memoria como un tiempo tan
verde como el del edén.
El miedo a la orfandad renació durante la pubertad y, con él, una
tendencia a la tartamudez que ya había asomado incipientemente en la
época en la que aprendía a hablar. Será que frente a los miedos una se
queda sin palabras; o bien, que las palabras dan miedo porque siempre
terminan por esconder su verdadero sentido. Por eso, crecer fue siempre
aprender a hablar y, luego, aprender a que se me entendiera más allá de
los endogámicos gestos y sobreentendidos establecidos entre la trinidad
familiar en mis épocas de persona adulta.
Me fui de la casa de mis padres cuando terminé los estudios, bien lejos,
expulsada por el país que, como tantas veces, no daba para más. Pero
los hijos únicos nunca se van realmente. Entre ellos y los padres hay un
lazo indisoluble, casi atávico, la mágica atracción del número tres,
fuera de él nada está completo, nada se cierra ni es definitivo. Todo
vuelve al número tres por más que el tiempo pase y se simule vivir la
vida.
Murieron en el 2008, año en el que publiqué mi primera novela que
ninguno de los dos pudo leer . Mi madre, porque un tumor en el lóbulo
frontal la había convertido en una criatura desvalida que buscaba
enhebrar palabras detrás de una sonrisa que partía el alma. Mi padre,
porque un hastío de décadas le inhibió las ganas de seguir viviendo y
había comenzado a deslizarse por una pendiente de progresiva debilidad
de la que sólo salía para pedir, siempre con el mismo gesto de cabeza,
que lo dejaran en paz.
Durante meses yo había entrado como un fantasma en ese departamento
penumbroso, sin dejar rastros, sin que se notaran mis ganas de salir
corriendo, sin moverme demasiado por temor a deshacer la superficie
quebradiza que tiene la vida cuando los que una quiere se están
muriendo. Los hechos, mientras se viven y aparecen sin prevención, no
parecen tan dramáticos; a veces pienso que son más terribles en la
mirada retrospectiva o al darles forma en palabras, porque cada minuto
de pena trae su alivio, cada dolor su paliativo y cada tragedia su
farsa. Por ejemplo, aprendí que lugares comunes como “no somos nada” o
“mañana será otro día” revelan, detrás de su cuota de banalidad, la
fruición de un súbito consuelo porque pertenecen a esos pequeños
rituales que logran suspender el tiempo y señalar una pertenencia.
De sus varias estancias en el exterior mis padres habían acumulado
muchos más objetos de los que cabían en los 117 metros cuadrados del
departamento de la plaza Vicente López. Siempre habían querido mudarse,
pero el momento nunca llegó, de modo que roperos y placares rebalsaban
de seis décadas de matrimonio a los que se agregaba, luego lo descubrí,
mi propia infancia.
Me tocó levantarlo, deshacer sus vidas y parte de la mía; la que fue y
la que podría haber sido. El hecho de abrir cajones llenos de objetos
que acaban de perder su razón de ser es una de las experiencias más
radicales de la devastación ; peor cuando se es hija única. Los objetos
que un muerto guardaba en un ropero, un botiquín, una biblioteca o una
alacena acaparan, uno a uno, la perfecta representación de su vida
cotidiana más íntima y más entrañable. Nos convierten en testigos
únicos, tristemente privilegiados, dueños caritativos de la decisión de
hacerlos desaparecer o donarlos, regalarlos, evitar a toda costa que se
conviertan para otros en un incordio.
Durante meses me dediqué a desfragmentar capas geológicas de
fotografías, telares a medio hacer, relojes pulsera y despertadores,
juegos de porcelana sin usar, agendas, vajilla, ropa, costureros,
abrecartas, mi primer cuaderno, mi primer diente de leche , mis primeros
aritos, mis cartas de Alemania y demás intrascendencias. Los 6.500
libros de mi padre fueron a parar a la Universidad de Tucumán, armé 24
cajas con sus manuscritos y sus clases de historia de las religiones que
ahora guarda una amiga piadosa, regalé los muebles y doné el resto. Me
quedé con algunas cartas, algunas fotos dedicadas y un juego de
porcelana belga . Algún día habrá que decidir qué hacer con ese resto.
Intuyo que ese día no va a llegar muy pronto.
Lo llamativo de ese pasado, que ahora sobrevive en casa de primos,
amigos, conocidos y personas que no conozco, no hacía que yo sintiera lo
que se siente en el hecho de dar, sino más bien lo contrario, una
secreta gratitud, un alivio recóndito : la felicidad de que los objetos
permanezcan en la vida de otros.
Y aquí viene a cuento el relato de John Berger cuyo tema era, si se
quiere, el adiós ya no a los muertos, sino a sus pertenencias, a las
huellas domésticas de su paso por la vida. El narrador visita a un amigo
a quien acaba de morírsele la mujer. Por toda la casa hay rastros de
ella, el color del marco del espejo que pintó , la disposición de la
cama del dormitorio, los rododendros en flor del pequeño jardín. El
amigo ha donado todo lo que le pertenecía con mucho empeño, ocupándose
de que, ya por necesidad o por cariño, cada elemento fuera recibido por
alguien capaz de darle un uso específico. Sin embargo, no ha podido
desprenderse de unos dibujos de plantas que la muerta realizó a lo largo
de los años. No les veía el valor que podrían tener para un tercero.
Entendiendo su desolación, el narrador le dice que los clasifique. Nada
más que eso: que los clasifique.,etc.
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