TÍTULO: EL BOLOC DEL CARTERO CON LOS GUISANTES DE LLAVANERAS ( EN EL IBÉRIC).
Quién no ha abierto una vaina de guisantes, en llegando el mes de marzo, y se ha comido alguna perla verde, cruda, sabrosa? Si los guisantes se plantaban en octubre, más o menos, al llegar la primavera estaban en su apogeo, y casi era más gustoso comérselos antes de cocinar, cuando esperaban en una fuente a que una mano paciente y mimosa los desgranase uno a uno. Ahora hay guisantes, merced a los cultivos extratempranos y otras técnicas, fuera de la temporada habitual. Sin ir más lejos, hará un par de semanas me zampé unos primorosos en L’Isidre, en el paralelo barcelonés, casi mi casa, a la que no puedo dejar de ir si paso por Barcelona: Montserrat sabe qué hacer con ellos como sabe qué hacer con todo, sencillez como norma, excelencia en la calidad como impronta. Si los guisantes, por demás, son de Llavaneras (Sant Andreu de Llavaneres), el alboroto es absoluto. Entre Mataró y Arenys de Mar, en el Maresme, se consiguen estos guisantes algarroberos cultivados cerca de las playas, dulces como caramelos y tan acuosos que casi se cuecen con su propia agua. Una vez se prueban ya no se quieren otros: son tan deliciosos que, de hecho, no precisan grandes elaboraciones.
Por aquellos parajes ha pasado uno la adolescencia. A la altura de Caldetas –Caldes D’Estrac– se pueden escribir libros de las andanzas de los lugareños de mi quinta. Frente a lo que en su día era una disco que tuvo varios nombres pero que se la conoció siempre como Crack’s, oculto en un par de calles paralelas a la carretera Nacional II y en término de San Vicente de Montalt, mora un lugar en el que escasamente repararíamos si nos dejásemos llevar por la apariencia del nombre: Ibéric. Para tablas de jamón de cebo estoy yo, le dije al buen amigo que me abría la selva del desconocimiento. «Cállate la puta boca y entra», me repuso, cariñoso, Claudio, el susodicho. Unas siete u ocho mesas, una pequeña barra y una cocina de ocho metros cuadrados, si llega, era todo el escenario y, en la puerta, ¡un cajón repleto de guisantes en sus respectivas vainas! «¿Son de Llavaneras?», pregunté. «No, de Kuala Lumpur», se me contestó. Y amigo mío, dentro, la fiesta. (Pude saludar, por cierto, a Zaldúa, aquel finísimo delantero centro del Barça que tan buenas tardes nos había dado a los aficionados y que resulta ser consumidor habitual y reconocido del establecimiento).
Pero al grano. Al guisante. Gerardo –acompañado de su mujer, Olga, y de su hijo– cargan sobre sus hombros con el pulcro y agradable restaurante: él trabajaba en un bar de desayunos de Barcelona y un buen día dio el salto de todo emprendedor: pilló un local y se puso a desarrollar su prodigiosa mano en los fogones. Atención a esos guisantes que no tienen nada que envidiarle, por ejemplo, a los bienaventurados que preparan con esmero y acierto las vecinas hermanas Reixach en el famoso Hispania. En este caso, los hace con chipirones (más bien `puntillitas´) que limpia con dedicación y paciencia, pasa por la plancha y añade a unos guisantes mínimamente sofritos con cebolla para configurar algo sencillamente monumental. Le añade algo más, pero, si quiere, que se lo cuente él, y esa cosa le da un sabor ligeramente ahumado, caramelizado, que los hace impagables. Me entretuve con un mero negro del Cantábrico que me hizo querer tirarme al mar de cabeza y me comí medio plato del bacalao a la vizcaína que se estaba zampando tranquilamente mi amigo explorador. La salsa vizcaína, que en puridad no se hace con tomate, aunque mucha gente se lo eche tranquilamente, estaba elaborada como debe: con pimiento choricero. La auténtica y buena salsa vizcaína con la que iba acompañado aquel prodigioso bacalao no llevaba almendras, ni nata, ni `collonadas´ y, sinceramente, no he probado otra.
Total, que me levanté, saludé a este extremeño virtuoso y me marché reflexionando sobre lo insospechado que aguarda tras una puerta cualquiera. Y me eché al bolsillo un puñado de guisantes de Llavaneras para hacer más agradable el viaje de vuelta. Vaya maravilla de sitio.
TÍTULO: CINE MUDO.
Presenté en la Fundación Juan March, hace un par de meses, en un ciclo dirigido por Román Gubern, Los nibelungos, la magna epopeya de Fritz Lang, dividida –como en el momento de su estreno, hace casi noventa años– en dos películas, La muerte de Sigfrido y La venganza de Crimilda. Lo hice el mismo día que en las salas comerciales españolas se estrenaba The artist, el delicioso pastiche de Michel Hazanavicius rodado al modo en que se rodaba allá por los años veinte, empleando los mismos recursos narrativos e interpretativos patentados por los maestros del cine mudo. En la Fundación March me tropecé, para mi sorpresa, con un público copioso y entusiasta; lo que, según me contaron los responsables del lugar, es habitual cada vez que se proyecta una película muda. No me extrañó que así fuese, como tampoco me ha extrañado el éxito de la película de Hazanavicius. Lo que me extraña es que los responsables de la industria cinematográfica no adviertan que en la recuperación del cine mudo quizá se halle la salvación de su maltrecho negocio.
La gente lega –incluso el público aficionado– tiene una idea muy equivocada del cine mudo, al que en general considera una antigualla infumable. La razón es muy sencilla: nunca ha visto cine mudo; o, todavía peor, lo ha visto en el televisor de su casa, que es en verdad una experiencia insufrible, solo apta para cinéfilos con vocación de arqueólogos. Y es que el cine mudo no fue concebido para ser visto en un aparato de televisión; requiere las liturgias de la sala oscura, como la ópera exige el teatro con foso para la orquesta. Si repasamos la historia del cine, comprobaremos que toda su evolución ha consistido en un esfuerzo por alcanzar nuevos finisterres técnicos que lo singularizasen de otras formas de entretenimiento… cuando lo único que consiguieron fue destruir su auténtica singularidad. Primero el cine se hizo sonoro porque así creyó que podría destruir la competencia del teatro; extrañamente, a nadie se le ocurrió pensar entonces que en el cine el espectador busca una experiencia estética distinta a la que le proporciona el teatro. Luego, el cine adoptó el color, el formato scope, más recientemente el efecto estroboscópico o tridimensional, en su afán por dejar atrás la competencia de la televisión: pero no tardaron en fabricarse televisores en color, televisores en formato panorámico cada vez más gigantescos, y esta es la hora en que empiezan a comercializarse televisores que incorporan el efecto estroboscópico o tridimensional. Todos los intentos de la industria cinematográfica por epatar al espectador con nuevos artificios técnicos se han demostrado, a la postre, estériles (por fácilmente imitables); y en su carrera desnortada en pos de trampantojos de nuevo cuño, el cine, a la vez que pierde espectadores (que prefieren quedarse en casa, disfrutando de la imitación doméstica del trampantojo, que les sale gratis), se desnaturaliza poco a poco, porque ha renunciado a contar hermosas historias mediante imágenes. Imágenes desnudas proyectadas sobre una pantalla, sin aderezos técnicos que solo distraen la atención de su elocuencia; o acompañadas, todo lo más, por una partitura musical que contribuya a realzar el efecto hipnótico que ejercen sobre el espectador.
Ese efecto hipnótico solo se puede lograr en una sala oscura, donde el espectador entra –se sumerge– dispuesto a abandonar el fardo de preocupaciones graves o livianas que lo inquietan. Por eso el cine mudo, visto en una pantalla de televisión, es infumable: porque esa inmersión hipnótica que proporciona la sala oscura se hace añicos; y, hecho añicos, la película muda se convierte en una antigualla. Cuantas más `distracciones tecnológicas´ se añaden a la elocuencia muda de las imágenes –sonido, color, scope, efectos tridimensionales–, más fácil es de imitar en casa el efecto que se logra en el cine, porque la suspensión de los sentidos que se logra mediante la proyección de imágenes desnudas es sepultada bajo paletadas sucesivas de pirotecnias efectistas.
El cine mudo exige, en efecto, las liturgias de la sala oscura; y así logra –como los sueños– zambullirse en las zonas más recónditas de nuestra vida sensible, allá donde se forman las imágenes más primigenias y perdurables. A quienes la prueban, la experiencia les parece subyugadora; y desean repetirla, como comprobé en la Fundación March. Lástima que la agónica industria cinematográfica, empeñada en alcanzar nuevos finisterres técnicos que solo aceleran su muerte, no lo entienda, pese al éxito de la película de Hazanavicius, que solo es un delicioso pastiche.