TÍTULO: EN PRIMER PLANO-- EXTRAÑOS HIJOS DE PAPÁ
Son los herederos de algunos de los imperios económicos más importantes del mundo. sin embargo, la voluntad de sus padres o el destino han llevado su vida por un camino muy distinto al de cualquier chico rico. Se lo contamos.
«Lo único que quiero es llegar a ver cómo mi hijo mayor se gradúa en el instituto». Su primogénito, Reed Paul Jobs, un estudiante brillante y apasionado por la ciencia, se graduó en junio de 2010. «Es uno de los días más felices de mi vida. Contra todo pronóstico, aquí estoy», contó, exultante, el fundador de Apple a su amigo y confidente Walter Isaacson, que terminaría escribiendo su biografía autorizada, publicada en España por Debate. Después de la ceremonia, Jobs le regaló su bicicleta, ya que él, muy mermado (murió el pasado octubre), no iba a poder montar nunca más. Reed le dijo que estaba en deuda con él. Jobs respondió: «No me des las gracias, porque llevas mi ADN».
Solo hay que ver un retrato de Reed Paul, de 21 años, y compararlo con otro de su padre veinteañero para certificar que sí, que comparten genes. ¿Es una bendición o una losa? ¿El genio visionario de Jobs, pero también sus células pancréaticas propensas a tumores? Reed es un joven incisivo e inteligente. Tiene la creatividad y el físico de su padre, pero por fortuna no ha heredado su carácter tiránico y sus arrebatos de ira. Por el contrario, es encantador, amable, sensato y afectuoso. Ahí se nota la impronta de su madre, Laurene Powell, que ha dulcificado su herencia.
Cuando Powell dio a luz en 1991, llamaron al niño `bebé Jobs´ durante un par de semanas porque no se decidían con el nombre. Al final acabaron llamándolo Reed Paul (el primer nombre es el de la universidad de Jobs –donde apenas cursó un semestre– y el segundo, el de su padre adoptivo). Tiene dos hermanas: Erin Siena (16 años) y Eve (12 años). Pero el ojito derecho de Jobs siempre fue Reed, con el que mantuvo una estrecha relación. Cuando su padre se hallaba sentado a la mesa con aire huraño y mirando al suelo, lo cual ocurría a menudo durante su enfermedad, lo único que garantizaba la luz en sus ojos era la entrada de Reed, escribe Isaacson. Reed lo adoraba. «Mi padre no es un frío hombre de negocios que solo busque los beneficios. Lo que le motiva es el amor por su obra y el orgullo por los productos que crea», se sinceró el chaval. Cuando todavía estaba en el instituto, Jobs se lo llevaba a las reuniones de la cúpula de Apple. En una ocasión lo arrastró a una reunión de la empresa en Hawái diciéndole: «Voy a participar en reuniones durante las 24 horas y quiero que asistas porque vas a aprender más cosas de lo que aprenderías en dos años estudiando Empresariales. Estarás en una sala con la mejor gente del mundo, se tomarán decisiones muy duras y conocerás todos los pormenores».
Steve Jobs hubiera deseado que Reed fuera su delfín, la esperanza blanca de Apple cuando él faltase. De hecho, la enfermedad de Jobs marcó el destino de su hijo, que comenzó a trabajar durante los veranos en un laboratorio de oncología en el que se secuenciaba ADN para encontrar marcadores genéticos del cáncer de colon. Uno de sus experimentos analizaba cómo las mutaciones viajan a través de las familias. Reed utilizó su estudio sobre el cáncer como base para el trabajo de graduación que presentó ante su clase en el instituto. En la actualidad estudia Medicina en la universidad de Stanford. Su meta es hallar algún día un remedio contra el cáncer. «Una de las poquísimas ventajas de que yo cayera enfermo es que Reed ha podido pasar mucho tiempo estudiando con algunos médicos muy buenos», comentó Jobs.
«Su entusiasmo es igual al que yo sentía por los ordenadores a su edad. Creo que las mayores innovaciones del siglo XXI nacerán en la intersección entre la biología y la tecnología. Es el comienzo de una nueva era, como ocurrió con la digital en mi juventud».
No debe de ser fácil ser hijo de alguien tan indomable y competitivo como Jobs. O como Bill Gates. Y si no que le pregunten a su hijo, Rory John (12). Un manto de discreción los rodea a él y a sus hermanas: Jennifer Katherine (15 años) y Phoebe Adele (9). Y lo poco que se sabe de él es que apenas heredará un ínfimo porcentaje de la descomunal fortuna de su padre: 56.000 millones de dólares. Y es que Bill y su esposa, Melinda, consideran que la extrema riqueza es una carga. «A nuestros hijos les dejaremos algo de dinero, pero poco. Mi mujer y yo lo hemos hablado. No creemos que tanto dinero sea bueno. Contarán con ventajas, recibirán una educación increíble y tendrán cubiertos sus gastos de salud. Pero queremos que tengan la necesidad de trabajar. Que el dinero no les corte las alas, pero que tampoco sea una preocupación. ¿Hay una cifra mágica para llegar a ese equilibrio?», se pregunta Gates. Puede que sí. Al parecer, Rory y sus hermanas recibirán diez millones de dólares cada uno, aunque de momento deben conformarse con una asignación semanal no muy diferente a la de cualquier adolescente de clase media. El matrimonio Gates ha contagiado a su hijo su pasión por la filantropía y el trabajo voluntario. El adolescente ha trabajado en un banco de alimentos de Seatle y han acompañado a sus padres a un viaje a África. Por cierto, que en casa tiene prohibidos los productos de la competencia; en especial, de Apple. Nada de iPhones, iPads o iPods... «Tienen los equivalentes en Windows, como el reproductor musical Zune», matizó Gates... antes de enterrar este producto.
Un ejemplo de alguien que ha sabido labrarse un camino en la vida más allá de la alargada sombra de papá es el de David Ellison, de 25 años, heredero del imperio informático Oracle (39.000 millones de dólares), creado por Larry Ellison. Una curiosidad: cuando estaban de visita en el hogar de los Jobs, Reed llamaba a Larry y su hijo «nuestros amigos ricos» porque le chocaba el contraste entre los caprichosos modales de sus huéspedes y los hábitos espartanos que regían en casa. David, que iba camino de ser un frívolo y mimado insoportable, se ha convertido en un respetado productor de cine. Y no en uno cualquiera. Se ha sabido ganar a los hermanos Coen, a los que produjo Valor de ley.
Pero quizá el más singular de esta nómina de herederos atípicos es Howard Graham Buffett, de 57 años, Howie para los amigos. Se trata del hijo mediano de Warren Buffett, de 81 años, el tercer hombre más rico del mundo (50.000 millones de dólares), el analista de inversiones y seguros con más fino olfato del último medio siglo, conocido como el Oráculo de Omaha, que ha despejado al fin la incógnita sobre su sucesión al frente de Berkshire Hathaway, un imperio con activos valorados en 300.000 millones y 246.000 empleados. Su elección asombró a todos. Será Howie, su hijo.
¿Sorprendente? ¿Pero no es eso lo que hacen los patriarcas de la inmensa mayoría de las dinastías familiares desde que el mundo es mundo: dar las riendas del negocio a alguien que lleve sangre de su sangre? Puede ser. Pero en el caso de Warren Buffett, que siempre ha mostrado su aversión a las fortunas heredadas, nadie hubiera apostado por Howard, ni siquiera él mismo. «Yo soy el primer sorprendido por la decisión de papá», reconoció en una cadena de televisión de Estados Unidos. ¿Por qué?
Para empezar, Howard Buffett (dos veces casado, un hijo de 28 años) no es un tiburón de Wall Street. No entiende de acciones y bonos. Howard sabe de semillas, de riegos y de heladas. Se lo puede ver subido a un tractor, vestido con un peto vaquero, labrando sus fincas de soja y maíz. Es agricultor por vocación. A los cinco años convirtió el patio de la residencia familiar en un maizal. Más tarde, su padre compró unas tierras y se las arrendó. Fijó el precio del alquiler al peso corporal de Howard, que siempre fue regordete. Si adelgazaba, le cobraría menos. La táctica no funcionó. Sigue teniendo problemas de sobrepeso, pero es el hombre más feliz del mundo cuando está al cuidado de sus 6000 hectáreas en Nebraska, Illinois y Sudáfrica.
Howard reconoce que nunca se ha sentido presionado por ser hijo de Warren Buffett. «A los ojos del mundo nunca se me verá como alguien tan exitoso como él. No hay comparaciones que valgan. Mi padre y mi madre lo quisieron así. Nunca me obligaron a hacer una carrera o a meterme en el negocio. Ni a mí ni a mis hermanos. En vez de presionarnos, nos animaron para que encontrásemos algún oficio que nos gustase. Y a mí me gusta trabajar con las manos». Howard fue a tres universidades, pero no se licenció en ninguna. Tampoco sus hermanos, Susan y Peter, se graduaron; ella se dedica a las causas filantrópicas, él es músico profesional. «El apoyo de un padre a su hijo debe ser emocional. Esa es la mejor lección que aprendimos en casa», declara Peter. Todos recibieron unos 90.000 dólares en acciones de Berkshire Hathaway al cumplir la mayoría de edad. Un empujoncito. Calderilla en aquel momento.
Que nadie se confunda. Howard es granjero, pero no le busquen el pelo de la dehesa. Ha recorrido el mundo como fotógrafo de la naturaleza, su otra pasión. Ha publicado media docena de libros sobre fotografía y conservación, que abarcan desde el gorila de montaña a la pobreza en Etiopía, Congo y Bangladesh, países que se ha pateado mochila al hombro. Ha trabajado para National Geographic. Ha escrito artículos de opinión para The Wall Street Journal y The Washington Post. Y, a pesar de su carencia de titulación, la universidad de Harvard le publicó un trabajo sobre biodiversidad y rendimiento agrícola. Ha aprendido sobre el terreno, a pie de espiga.
Preside una fundación desde 1999 cuyo objetivo es combatir el hambre y elevar el nivel de vida de la población rural en las regiones más pobres del mundo y a la que destina 50 millones de dólares al año. Él mismo dirige algunos de los proyectos en África y América Latina. «El objetivo es que los campesinos aprendan métodos para ser autosuficientes cuando nosotros nos vayamos». Su estrategia es muy diferente a la de la fundación de Bill y Melinda Gates, grandes amigos de su padre (Warren les donó 37.000 millones, la aportación individual más grande de la historia). «Lo que hacen ellos es introducir nuestra tecnología en la agricultura del Tercer Mundo, pero le he dicho a Bill [al que considera como un hermano] que eso no funciona. Lo he visto con mis propios ojos». ¿Por qué? Porque se crea una dependencia tecnológica insostenible para el pobre, por ejemplo, la compra de semillas diseñadas genéticamente por grandes compañías que poseen la patente, o la adquisición de piezas de repuesto de la sofisticada maquinaria agrícola.
Howard no se corta a la hora de expresar sus opiniones. Lo hace con franqueza y un punto de ingenuidad. Pero sabe de lo que habla. Por algo se sienta en el consejo de administración de Archer Daniels Midland y ConAgra, dos de las compañías que controlan el comercio mundial de alimentos. También en el de Coca Cola y, por descontado, en Berkshire Hathaway. Por eso llama tanto la atención cuando apoya a los ‘indignados’ de Wall Street. «Las grandes empresas están jodiendo (sic) a la gente. Nunca hubo tanta diferencia entre ricos y pobres. Hace falta que pasen cosas. Alguna vez tiene que pasar algo. Además, nunca en mi vida había visto tantos recortes sociales en la Administración». Y lo dice alguien que tiene a su propio hijo trabajando para Obama en el departamento de Agricultura. A papá Warren le gusta que Howard sea sincero y diga lo que piensa. No en vano él también tiene palabras duras para banqueros e inversores. «Ha habido una lucha de clases. Pero solo mi clase está ganando [en referencia a los ricos]. Y mi clase no se limita a ganar, quiero decir que los estamos matando».
A pesar de su tardío entusiasmo por la filantropía, el anciano Warren Buffett sigue teniendo otra obsesión, la que ha animado toda su vida: le encanta ganar dinero. Y lo de sentar a un simpatizante de los `indignados´ en el trono de Berkshire Hathaway puede poner nerviosos a sus accionistas. Por eso es conveniente fijarse en la letra pequeña. A Howard le correspondería la presidencia no ejecutiva. Es decir, sin mando en plaza. Para el ambicionado puesto de consejero delegado llueven los codazos. Ejecutivos con pedigrí acostumbrados a manejar carteras millonarias. ¿Entonces qué pinta allí un granjero ilustrado? «Alguien tiene que preservar los valores de la compañía», explica Warren. Esos valores son, esencialmente, los suyos: apostar por empresas sólidas, por el largo plazo, por beneficios pequeños pero seguros… En resumen, sensatez. «Solo invierto en lo que entiendo», sentencia papá. Y su hijo es alguien que necesita ver para creer. Nadie le dará bono basura por liebre.
Con retranca, Howard matiza que la hora del relevo tardará en llegar. «Papá solo se jubilará cuando lo entierren».
TÍTULO: El supermercado del hambre A FONDO.
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Más de un millón de personas comen cada día en nuestro país gracias a los bancos de alimentos. Pocos saben de su existencia, pero hay 52, uno por provincia. Sin su labor altruista, muchos en España pasarían hambre. Así trabajan sus miles de voluntarios.
Que nada se pierda.Este propósito rige la vida de Javier Espinosa desde hace casi 20 años. «Un tercio de los alimentos que se producen en el mundo no se los come nadie, se destruyen»,denuncia.
En Europa se tiran cada año 179 kilos de comida por persona, según un informe de la Unión Europea. Los supermercados, sin ir más lejos, rechazan un 30 por ciento de sus productos por razones estéticas (un envase abollado, por ejemplo). «Es un despilfarro intolerable», sentencia Espinosa.
Espinosa tiene 65 años. Como ingeniero aeronáutico ha trabajado toda su vida en el sector de la automoción y, ahora, recién jubilado, dirige el Banco de Alimentos de Madrid, una institución que ayudó a fundar hace ya 18 años. El de Madrid es el banco que más alimentos reparte de los 52, uno por provincia, que funcionan en España, agrupados casi todos ellos en una federación: Fesbal. La actividad de estas entidades sin ánimo de lucro, donde casi todo el personal es voluntario, crece cada año, sobre todo desde que la crisis comenzara a hacer estragos en nuestro mercado laboral. «No crecemos estrictamente porque haya más pobres, que es, por otro lado, lo que justifica nuestra tarea, sino porque cada vez conseguimos más comida –explica Espinosa–. Nunca dejamos de crecer, pero los tres últimos años ha sido algo brutal. Es así, aumenta el número de pobres, pero también el de donantes».
En 1994, cuando se fundó el Banco de Madrid,
el tercero de España tras el de Barcelona, pionero en su género, y el de Alicante, la entidad madrileña distribuyó cerca de 40.000 kilos de alimentos. En 2010 alcanzaron los 8,5 millones. En total, más de 77 millones de kilos en 18 años.
«La mayor parte de nuestros alimentos, alrededor de un 60 por ciento, procede directamente de la industria», subraya Espinosa. Cada vez más fabricantes, de hecho, ya incluyen en sus planes de producción partidas extras que van directamente al Banco. Hoy, cerca de 280 empresas colaboran con la entidad en sus dos sedes (en una nave en la carretera de Colmenar y en Mercamadrid). Lejos quedan los tiempos, recuerda Espinosa, en que conseguir la colaboración de las empresas era una ingrata tarea. «No te creían –rememora–. `No, hombre, aquí nadie se muere de hambre; todo el mundo tiene para comer´, te decían. Pero ya entonces había mucha gente necesitada: mayores con pensiones escasas a los que una ayuda para comer les salva el mes; albergues para mujeres maltratadas que no consiguen cuadrar el presupuesto; parados de larga duración; enfermos de sida; inmigrantes; no es solo el mendigo que ves en la calle».
En la actualidad, más de un millón de personas come en España gracias a estos bancos, el doble que antes de la crisis. Y subiendo. «En el de Madrid pasamos de 57.000 beneficiarios en 2010 a más de 70.000 el año pasado», subraya Espinosa. La cifra puede interpretarse como un logro, pero el director del Banco madrileño dista mucho de mostrarse satisfecho: «¡No es suficiente! Las necesidades han aumentado muchísimo más».
Los datos le dan la razón. Según el Instituto Nacional de Estadística (INE), el 21,8 por ciento de la población residente en España vive por debajo del umbral de la pobreza, un punto más que en 2010. Y hay más, el Consejo Económico y Social revela en un informe que nueve millones de españoles viven con menos de 8000 euros al año y que hay 265.000 hogares donde no entra un solo euro. En la Comunidad de Madrid, sin ir más lejos, el área que atienden Espinosa y su ejército de voluntarios (170 fijos y 350 ocasionales), el INE identifica a más de 800.000 personas en riesgo de extrema pobreza, el 13 por ciento de la población. «Sabemos que hay miles de personas que necesitan ayuda –alecciona Espinosa–. Debemos crecer, pero, sobre todo, aprovechar mejor lo que ya hay».
Pasar unas horas en la nave de mil metros cuadrados, cedida por el Gobierno regional, que el Banco gestiona en las afueras de Madrid permite entender mejor el significado de lo que significa «aprovechar lo que ya hay». No solo por el discurso de Espinosa. Fruta, leche, lácteos, arroz, pan, zumos, legumbres, embutido y un largo etcétera; aquí llegan excedentes de casi 185 productores de alimentos y supermercados (otros 93 entregan en el almacén de Mercamadrid), pero también donaciones de las `operaciones kilo´: colectas puntuales de empresas, organizaciones, instituciones o particulares decididos a aportar su granito de arena. «Excedentes –explica Espinosa– son todos los alimentos que las empresas no consiguen distribuir y que no van a vender. Todo debe ser, eso sí, apto para el consumo: que no esté caducado ni en mal estado». La labor de los bancos consiste en recibir todo este flujo de comida y redistribuirlo a comedores sociales, casas de acogida (de mujeres maltratadas, de inmigrantes, de enfermos de sida…), residencias de ancianos, parroquias, albergues, servicios sociales, etcétera.
A lo largo de la mañana, las furgonetas de las entidades van llegando a los muelles de carga y descarga del Banco. Se les ofrece el `menú´ de lo que hay disponible ese día y, en función de las necesidades de cada una, esto es, de las personas a las que atienden, se les entrega una determinada cantidad de alimentos. Las hay que reparten la comida en sus comedores y las que entregan comida directamente a familias necesitadas. La mayor parte son organizaciones religiosas como el Programa integral Vicente de Paul, un proyecto de las Hijas de la Caridad, que, entre otras atenciones, da cada día de comer a 450 personas en el centro de Madrid. «Gracias al Banco de Alimentos tenemos garantizado a diario el primer plato para toda esta gente. Es una gran ayuda», observa sor María del Carmen Briones, directora del programa.
La labor de estas organizaciones es la razón por la que el Banco de Alimentos no entrega comida a particulares. «Ya hay entidades en contacto directo con los necesitados –explica el director del Banco de Alimentos de Madrid–, saben mejor que nosotros a quién proveer; somos una ayuda para ellos, un complemento». José, un voluntario jubilado, lo explica con una sonrisa: «Una mandarina no te podemos dar, pero si necesitas una tonelada no hay problema». Aunque, en realidad, no es tan sencillo.
«Facilitamos alimentos a más de 400 entidades, pero tenemos una creciente lista de espera –subraya Espinosa–. Las que trabajan con nosotros nos piden cada vez más y no podemos atender a las que llegan. Podríamos repartir entre todas lo que hay, pero perjudicaríamos el trabajo de las que ya sabemos que funcionan. La solución es crecer. Se pierde mucha comida y no podemos redistribuirla toda por falta de capacidad. Necesitamos más ayuda: más voluntarios, más espacio de almacenaje, locales vacíos los hay a millones; más empresas e instituciones que colaboren. Que nada se pierda, ese es nuestro lema. Una persona famosa, un padrino, nos vendría bien para ayudar a transmitir todo esto».
Espinosa es de aquellos que nunca se sienten satisfechos. Una insatisfacción que le ha permitido ver crecer la modesta entidad que ayudó a fundar. «Empezamos siete u ocho amigos, habíamos leído sobre el desarrollo de los bancos de alimentos en EE.UU., donde funcionan desde los 60, y nos pusimos manos a la obra –recuerda–. Sin tener siquiera instalaciones ya recibíamos alimentos. Alguien nos cedió un almacén, hablamos con Barcelona y Alicante y creamos la federación».
Hoy en día, el de Madrid es el que más reparte. «Todo es proporcional –explica Espinosa–. Va en función de la población. También, al haber más empresas, hay más donantes. La mentalidad ha avanzado mucho, hoy existe la responsabilidad corporativa, que es un avance gigantesco». Sobre todo para una entidad cuyos recursos proceden en un 70 por ciento de donaciones y que, en cuestiones crematísticas, se limita a gestionar el dinero de sus gastos corrientes: 230.000 euros al año. «Si necesitamos algo –hacer una reforma, la cámara de frío...–, redactamos un proyecto, lo presentamos a una entidad y, si lo aprueban, ellos se encargan de todo», cuenta Espinosa.
La gratuidad es un principio irrenunciable de los bancos de alimentos desde que se fundó el primero de ellos, en 1967.
Un día de aquel año un tal John Van Hengel, voluntario en un comedor popular en Phoenix (Arizona), escuchó a una madre con nueve hijos y el marido preso contar cómo se las apañaba para alimentar a toda su prole con lo que se caía durante la descarga de madrugada en un supermercado. Van Hengel organizó entonces a un grupo de voluntarios para recoger alimentos en supermercados y fundó el St. Mary´s Food Bank en los 250 metros cuadrados de una vieja tahona. La idea se propagó con rapidez por todo EE.UU. Cuando falleció, en 2005, con 83 años, Van Hengel había ayudado a fundar centenares de bancos como el suyo por los cinco continentes.
«Que todo sea gratis, que haya que pedirlo –subraya Espinosa– busca estimular la solidaridad con los que padecen la pobreza, que los voluntarios se identifiquen con ellos pasando la vergüenza de pedir a los demás. Todo lo que ves a tu alrededor se ha conseguido gratis. ¡Es increíble!», subraya Espinosa en la sede del Banco madrileño. A su alrededor, alimentos, una cámara de frío, carretillas elevadoras, palés, furgonetas y decenas de personas en frenética actividad dan fe del poder de una idea.
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