lunes, 8 de octubre de 2012

EL ESCAPARATE DE LA PRIVACIDAD,./ LA DEHESA SUENA A SEXO:

TÍTULO: EL ESCAPARATE DE LA PRIVACIDAD:

Jaime G. ha demandado a una institución por incluir su edad en un documento de difusión restringida pero hace unos meses anunció al ...

Jaime G. ha demandado a una institución por incluir su edad en un documento de difusión restringida pero hace unos meses anunció al mundo que había quedado a cenar con una compañera y la expectativa de acabar en la cama era alta. También ha difundido a los cuatro vientos las fotos de sus vacaciones -en algunas posa en posturas poco elegantes- y suele narrar en Twitter y otras redes sociales la dimensión de la borrachera de la noche anterior. No es ficción: es la esquizofrenia de una sociedad contemporánea que protege legalmente la intimidad más que nunca y al tiempo ofrece la posibilidad de airear los aspectos más particulares de la propia vida. El concepto de privacidad es tan escurridizo que resulta casi imposible agarrarlo para ver en qué consiste.
La ley protege con todo detalle el ámbito privado de las personas. Hay un amplio catálogo de aspectos de la esfera íntima que no pueden ser difundidos por entidades privadas ni públicas: son, sobre todo, datos fiscales, relativos a la salud o a las creencias religiosas y las opciones políticas y sindicales. Pero también están ahí otros que hasta hace bien poco eran de difusión pública: las calificaciones académicas, por ejemplo. Todo ello lo dicta la legislación vigente -otra cosa es el debate sobre la posible colisión entre estas salvaguardas y la necesaria transparencia en determinados casos- y hay organismos a los que pueden acudir los ciudadanos que consideren vulnerados sus derechos.
Afán exhibicionista
Sin embargo, esa protección contrasta con el afán exhibicionista que muestran muchas personas, sacando a la luz aspectos de la vida privada en un comportamiento que hasta hace poco habría sido considerado de pésimo gusto. Esta especie de esquizofrenia tiene una explicación para los expertos: «Vivimos en sociedades muy vigiladas, con más prohibiciones que nunca, pero al mismo tiempo existen más posibilidades de singularizarse», aclara el sociólogo Javier Elzo, que ha trabajado durante décadas en el estudio de los valores sociales. Y esa singularidad se expresa con frecuencia en el afán de las personas por hacer realidad lo que preconizaba Andy Warhol: el derecho de todo el mundo a tener un minuto de gloria.
Ese minuto de gloria se consigue de las formas más variadas: «He quedado con una compañera a cenar. Hay plan», anunciaba un usuario de Twitter hace unos días, rompiendo con las normas clásicas de la discreción en asuntos amorosos. Un varón con miles de seguidores en una red social compartía con todos la foto de la tripa de su esposa, a pocos días de de dar a luz, sin ropa alguna que la cubriera. Claro que eso no es nada comparado con las imágenes de su mujer pariendo en casa que ha distribuido el escritor Fernando Sánchez-Dragó. Ella aparece en el suelo y semidesnuda en varias fotos; en una está amamantando al bebé.
«Hay gente que, por extraño que parezca, sigue pensando que Facebook, Twitter, Tuenti o la red que sea son una reunión de amigos», advierte Helena Matute, catedrática de Psicología en la Universidad de Deusto. Eso explicaría, sobre todo, la actitud de los más jóvenes, muchas veces inconscientes de la trascendencia de lo que hacen. También la de algunos adultos que retransmiten su vida a través de las redes sociales. «Estoy en el aeropuerto de Barajas»; «a punto de entrar a clase»; «voy a una reunión»; «por fin, rumbo a casa»; «una ensaladita para cenar, un poco de tele y a la cama». Estos mensajes en Twitter, de una banalidad máxima, son comunes y con frecuencia los escriben personas que tienen decenas de miles de seguidores. Matute piensa que sus autores olvidan ese enorme volumen de gente que lee sus mensajes. «Creen que se dirigen solo a un puñado de amigos a quienes pueden interesar esas minucias de la vida cotidiana». Minucias que, ciertamente, no parecen tener relevancia ni siquiera para los amigos más próximos. Pero que tampoco afectan al concepto de intimidad, aunque sí muestran un indisimulado afán de protagonismo.
Otra cosa es la exhibición de datos e imágenes que hasta ahora se cubrían con el velo de la discreción. Cuando son adolescentes quienes los divulgan puede pensarse en la inconsciencia de la edad o el desconocimiento, pero los casos más llamativos están protagonizados por «adultos que tienen reacciones de claro exhibicionismo, con la circunstancia añadida de que la gente tiende a desvelar sus secretos antes a una máquina que a una persona», añade Matute. Es decir, el minuto de gloria de Warhol, pero una gloria no siempre buscada. Que se lo pregunten si no a los usuarios franceses de Facebook cuyos mensajes privados se convirtieron en públicos hace semanas. O al actor Eduardo Casanova, que apareció desnudo junto a su novio en una foto difundida a través de las redes sociales, al parecer por un manejo torpe de un teléfono móvil.
En nuestra sociedad es muy importante la notoriedad instantánea. A veces se hace con imágenes que todavía se consideran bochornosas, pero estamos en un momento de gran cambio cultural y cada vez importa menos ese bochorno. Por ejemplo, la concejala de Los Yébenes -con independencia de si hubo o no delito en la difusión del vídeo de la masturbación- no parecía demasiado afectada. Hace bien poco, cualquiera en esa situación no habría sabido dónde meterse. La evidente pérdida de intimidad de las sociedades modernas se traduce en una falta de decoro absoluta. Ahora se cuenta todo y eso se entiende como libertad de expresión.
En el fondo se difunde a los cuatro vientos aquello que nos hace quedar bien ante nuestro público, da igual lo que sea. Por eso, los padres de una adolescente que denunciarán a un diario si la foto de la chica sale en una información sobre fracaso escolar, comprarán varios ejemplares del mismo para enseñar a familia y amigos si el motivo de su presencia en las páginas es que ha sido elegida reina de las fiestas de un pueblo.
Profesionales de la denuncia
La misma persona puede guardar con celo algunos datos de su vida, aunque sean nimios, y ser exhibicionista en cuanto a otros más relevantes, y tiene todo el derecho a hacerlo. La ley da a las personas el derecho a mostrar y a guardar lo que quieran. Algunos ciudadanos se convierten incluso en 'profesionales' de la denuncia. No hay muchos casos, pero existen. Son personas que suelen tener razón en sus demandas y tiempo para plantearlas, aunque a veces también hay un uso torticero de la posibilidad de denunciar.
En el fondo, lo que subyace en todo este maremagnum de intimidad expuesta al mundo y datos banales protegidos bajo siete llaves es la confusión entre los ámbitos público y privado. Antes eso se daba solo con los personajes famosos. Ahora se ha ampliado a todos los ámbitos de la sociedad. Y en un mundo en el que siempre hay alguien en cualquier lugar con un teléfono móvil y una conexión a Internet, ya no hay espacio privado. La intimidad se ha instalado en un escaparate ante el que estamos todos mirando,.

TÍTULO: LA DEHESA SUENA A SEXO:

 La cerveza fría la pone Carmen, que antes tienta con un gin tonic con limones de su limonero o una infusión de hierbabuena de su plantación.
La cerveza fría la pone Carmen, que antes tienta con un gin tonic con limones de su limonero o una infusión de hierbabuena de su plantación. En esta terraza en pleno campo, cuanta menos luz, mejor. Sobra con la tenue que dan un par de candiles colgados de una viga de madera. Y música, ninguna. Eso corre por cuenta de los ciervos. Al pie de la sierra de Las Corchuelas, en el Parque Nacional de Monfragüe, con el sol en retirada y en medio de una dehesa de catálogo, lo que procede es callarse. Para escuchar como debe ser el berrido imponente que llega por la derecha. Y el que medio segundo después entra por la izquierda. Y el que surge por detrás.
Cada uno de esos sonidos animales tiene una traducción al idioma de los humanos. Viene a ser algo así como «¡Eh, tú, que aquí estoy yo y soy más fuerte». Es el mensaje cifrado de la berrea, la época en la que a los ciervos se les disparan las hormonas. Son tres o cuatro semanas en las que apenas comen ni duermen. Sólo les preocupa una cosa: el sexo. «Acaban hechos polvo, más delgados, con la cornamenta dañada...», apunta la hija de Carmen Carbonell. Se llama Elisa, es bióloga y etóloga, y cada vez pasa menos tiempo en Madrid y más en el campo, con su madre, estudiando y ayudándola a atender a los clientes de Palacio Viejo de Las Corchuelas, una casa rural con 380 hectáreas de monte como patio de recreo.
Hasta esta propiedad privada no llegan -o no deberían, al menos- quienes eligen Monfragüe en esta época del año y no en ninguna otra. Lo hacen a sabiendas de que el reclamo principal de su viaje es algo que no serán capaces de fotografiar por muy moderna que sea su cámara. Porque la berrea se oye, pero difícilmente se ve. Que levante la mano el que no haya necesitado varias tardes escondido en el coche o haciéndose la momia bajo una encina para conseguir la foto de un ciervo con la cara orientada hacia el cielo, alardeando de vozarrón. Y eso que estamos «sin duda en uno de los mejores lugares del mundo, quizás el mejor junto a Cabañeros, para disfrutar de este espectáculo», asegura orgulloso Ángel Rodríguez, el director del Parque Nacional extremeño.
A él, que echó los dientes en este lugar, le sigue fascinando la batalla sexual que empieza con las primeras lluvias del otoño. 'Cuando el lomo se moja, el ciervo berrea', proclama un dicho autóctono que ya sólo usan los más mayores. Esa disputa sonora es el fondo con el que se duermen estos días los turistas -madrileños, catalanes, holandeses e ingleses, principalmente- que eligen la casa rural de Carmen y Elisa. O los que viven en una caravana, como la pareja de Guadalajara que le echa arrestos al solazo y sube la pendiente cansina que hay que salvar para alcanzar la azotea del castillo de Monfragüe. «Anoche -cuentan con la mirada fija en el Tajo, escuálido de agua- fue increíble. No pararon de berrear en toda la madrugada. Es una pasada».
El atractivo lo ratifican las colas de coches en la EX-208, la carretera que cruza el Parque. Habitualmente, de lo más tranquila, excepto los viernes y sábados de finales de septiembre a mediados de octubre, tradicional época de la berrea. Al carro se han subido hasta pandillas de veinteañeros que cambian el botellón nocturno en Plasencia -a 25 kilómetros- por el atardecer de coche y ciervos excitados.
Ese subidón que experimentan los machos en esta época se explica por la abstinencia copulatoria con la que su naturaleza les castiga durante once meses al año. «La berrea es la época de celo del ciervo, y el berrido es la forma de intentar imponerse a sus rivales, atraer a las hembras y formar su harén», define Ángel Rodríguez. «A la hora de llamar la atención de las ciervas -amplía Elisa Pizarro Carbonell, que participó en una investigación sobre la berrea en Doñana- cuenta el berrido, pero también el tamaño de los cuernos o el olor que desprenden, y para eso se orinan en la barriga».
Si la riña entre dos machos se encona, toca pelea, o sea, chocar las cornamentas. Cuando esto sucede, surge un sonido que escuchado en la noche y amplificado por la dehesa, resulta sobrecogedor. «Es muy poco frecuente, porque no les compensa destrozarse los cuernos», matiza Elisa. «Berrean tanto que algunas noches pienso que sería mejor que se callaran un rato», bromea la joven bióloga, que no acaba de creerse del todo la anécdota del ciervo superdotado.
La cuenta Casto Iglesias, jefe de Negociado de Monfragüe. «En una finca -relata- tenían apartadas unas ciervas, para protegerlas, pero un macho saltó, pasó la noche entre las hembras y el resultado fueron 43 preñadas». Una fogosidad que no es patrimonio de los machos. La ciencia ha demostrado que también hay hembras libertinas. «Habitualmente eligen quedarse en el harén del macho más poderoso porque se sienten más protegidas -cuenta Elisa-, pero esto no quita para que si se les cruza por el camino un macho menos formado pero más joven, aprovechen la oportunidad». Una cana al aire, algo a lo que también es dado 'el escudero', nombre que suele darse al ciervo menos agraciado, que no puede aspirar a tener un harén del que presumir -la media es de una decena de hembras por macho- y que durante la berrea ayuda al más poderoso a imponerse a sus rivales. A poco que el rey del harén se descuide, este segundón aprovechará para arrimarse a alguna hembra que probablemente, aceptará sin remilgos.
Es el juego subterráneo de la berrea, el festival sonoro que saluda el inicio del otoño en Monfragüe y que eleva el número de gente a la que atienden a diario en el centro de recepción de visitantes del Parque (en él entran sólo el 23,8 de los que se mueven por la zona, según la estadística oficial). Está en Villarreal de San Carlos, pueblo de una sola calle, que algunos nombran seguido de la apostilla «que se tarda más en decirlo que en pasarlo» (tiene ocho teléfonos en las Páginas Blancas, solo tres de ellos de particulares). Entre el 15 de septiembre y el 17 de octubre del año pasado, entraron a pedir información 8.375 personas. El anterior fueron 7.070; y en 2009, 7.264. «Sí que se nota la berrea», dice el camarero del más popular de los dos bares que hay en Villarreal. «Pero se nota sólo los fines de semana -matiza-, se sirven más cafés o más refrescos pero no se dan más comidas, se nota mucho la crisis».
Un miércoles de berrea, a las tres de la tarde, en el restaurante hay tres mesas ocupadas. En una de ellas, Frank Ebbin (36 años, médico de familia) y Paul Houben (41, ingeniero civil), holandeses de Amsterdam que están recorriendo la Ruta de la Plata. Una hora y diez kilómetros después, en el Salto del Gitano, un 'birdwatcher' (aficionado al avistamiento de aves) portugués explica emocionado que lleva media hora observando desde el teleobjetivo de su cámara cómo duerme la siesta en un roquedo una pareja de buitres leonados. La mujer que le acompaña lee un libro a la sombra, sentada en una silla de camping. A diez pasos de ella, dos alemanas fotografían todo lo que se mueve a su alrededor mientras beben un zumo de naranja. Faltan todavía unas horas para el atardecer, pero ya se oye a los ciervos. Si hay luna llena, Carmen y su hija Elisa cenarán en la terraza de su casa rural y después, cogerán cada una a su caballo, lo ensillarán y se perderán por el campo. En su paseo nocturno, que a veces entra en la madrugada, pararán junto a alguna charca para ver de cerca a un ciervo bebiendo, que después levantará la cara mirando al cielo estrellado y volverá a berrear. Lo cuenta ella y parece que está imaginando un cuadro. Pero no. Qué va. Es que la dehesa es así.

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