Los norteamericanos son, esencialmente, ceremoniosos. La puesta en escena de la jura del presidente electo es, en sí misma, una comedia musical con todos los ingredientes para la emoción colectiva: himnos, cánticos, poemas, proclamas, artistas distinguidos, familia y figuras históricas. Escenario y épica hacen el resto. Y el frío, exigencia del rigor calvinista (más que luterano). Desde el Capitolio de Washington hasta el Memorial de Abraham Lincoln median tres kilómetros largos: en enero de 2009 estaba todo abarrotado; en este enero de 2013 se registró la mitad de convocatoria, dato coincidente con el hecho de que Obama ha sido el primer presidente desde 1916 que en su segundo mandato obtiene menos respaldo representativo que en el primero. Aun así, aquello era un gentío, un batiburrillo de gente entusiasta, una reata de miles de personas fascinadas por el ceremonial y deseosos de formar parte del cuerpo de ejército que respalda la mitología inmediata de un país. A la ceremonia, que empezaba a las 11.30, había que llegar sobre las ocho de la mañana si se quería disponer de un lugar desde el que vislumbrar, muy a lo lejos, a los sumos sacerdotes del poder estadounidense, entiéndase los Barandas, los fiscales del Supremo, los poetas y sacerdotes y Beyoncé, que por lo que se ve cantó el himno en play back (no como el gran James Taylor, que atacó con su simple guitarra el America the beautiful). Y la gente lo hizo. Todo respondió a lo previsto, incluido el discurso del colosal orador que es el Santo Negro, monumento al buenismo y homenaje renovado a la ilusión socialdemócrata.
Washington merece, a pesar del frío afilado y capador, un vistazo. No padece la misma vorágine proteica que Nueva York ni se amuerma aburridamente como tantas capitales del medio oeste. No gasta energías en levantar edificios imposibles y no se conforma con la arquitectura rectilínea de alguna de sus hermanas. Washington se parece poco al resto del país. Incluso se come mejor. Ha desaparecido Citronelle, que era su mejor expresión, pero se ha consolidado alguna que otra aventura destacable, como Rogue 24, un ejemplo perfecto de restaurante subterráneo, posindustrial, de garaje reconvertido en pleno callejón, donde una estrella de los fogones se recicla después de haber dejado su cómoda titularidad en un tres estrellas de por ahí. RJ Cooper ha conseguido centrar la atención de la ciudad en su show de cocina abierta: no menos de tres horas de comida y no menos de doscientos dólares por cabeza.
Es interesante, pero, por preferir, me quedo con el último experimento del español José Andrés, gran gurú de los manteles en Estados Unidos: Minibar, calle 9, barra redonda para veinte comensales y paciencia para degustar sus veintisiete platos del menú; la mayoría, de alta competición. José Andrés, ya lo he dicho en alguna ocasión, es un embajador gratuito y sincero de España en toda América del Norte, como lo son los españoles que sacan adelante con éxito La Taberna del Alabardero, la aventura del cura Lezama que cumple cerca de treinta años en la capital norteamericana y que sigue siendo un consulado formal y competente de nuestra comida y nuestros vinos. España, desde una cierta insignificancia, tiene presencia sentimental en muchas pulsiones personales más allá del éxito del cocinero asturiano y del permanentemente abarrotado Alabardero: el Atlético de Madrid -atiende, amigo Enrique Cerezo- tiene un seguidor enfermizo y constante en el jefe de conserjería del hotel Willard. Se llama Michael, lleva el escudo del club en su corbata y el nombre del mismo en la matrícula de su coche. Es del Atleti por la misma razón que yo soy de los Mets de Nueva York: por algo absolutamente inexplicable. El Willard, por demás, a unos metros de la Casa Blanca, es la historia misma de Washington, lugar en el que moraron desde Lincoln hasta Mark Twain, y hotel propio de los recorridos por el National Mall, el parque que abarrotaron menos que en 2009 estadounidenses entusiastas por sus ceremonias patrióticas, por la efusividad juvenil de sus instituciones, por la densidad política de sus líderes y por la dimensión estelar de sus artistas. Todo ello, envidiable, por cierto.
TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO Corrupción,.
Los casos de corrupción política que nos han sacudido últimamente han generado un comprensible clima d
Los casos de corrupción política que nos han sacudido últimamente han generado un comprensible clima de indignación y hartazgo.
Resulta, en verdad, lacerante que, mientras se reclaman sacrificios y
privaciones ímprobas al común de las gentes, nuestros políticos se
dediquen a llevárselo crudo tan ricamente. Sin embargo, cuando se
analizan las causas de la corrupción se hace omisión de una realidad
humana y teológica de evidencia incontestable, sobre la que se
sustentaba la moral clásica, que es la existencia del pecado original. Hoy
esta realidad humana y teológica de evidencia incontestable se niega
desde dos posturas en apariencia antitéticas, pero íntimamente
coincidentes: por un lado, se afirma que el hombre es bueno por
naturaleza y que le basta dejarse conducir por su naturaleza para
comportarse con rectitud; por otro, se sostiene que la naturaleza humana
está irremisiblemente corrompida y que al hombre no le queda otro
remedio sino sobrevivir como una alimaña en medio de alimañas. Ambas
visiones antropológicas -una de un optimismo quimérico, la otra de un
pesimismo aciago- coinciden sin embargo en exaltar la autonomía humana.
Durante siglos se reconoció que el hombre, aunque llamado al bien, estaba dañado por el mal; y para que la vocación humana hacia el bien triunfase se apelaba a la ayuda divina y se establecieron normas morales que la facilitaban. Así, por ejemplo, la moral clásica exhortaba a la pobreza y al repudio de los bienes materiales, en la convicción de que un pobre tenía más probabilidades de salvarse que un rico, según leemos en el Evangelio. Pero hubo un momento en la historia en que tal moral se subvirtió; y con la subversión de esa moral se originó una nueva concepción antropológica y ontológica. Tal subversión no hubiese sido posible sin el oscurecimiento del concepto de 'pecado original'; y, una vez oscurecido tal concepto, las normas morales que lo apuntalaban se tornaron ininteligibles o superfluas. Si el hombre no estaba dañado por el mal, dejaba de entenderse la exhortación a la pobreza; pues, dedicándose a la obtención de riquezas, el hombre se 'realizaría' más plenamente.
Por supuesto, hombres avariciosos que han hecho del enriquecimiento material el propósito único de su existencia ha habido siempre. Pero esta subversión moral de la que hablo -cuyo origen debe buscarse en el calvinismo- postulaba que la prosperidad material era un signo de salvación, y un medio de justificación de la propia existencia. Pronto, esta nueva moral del dinero se haría doctrina política y económica, de tal modo que los hombres llegaron a confundir sus ansiedades espirituales con el deseo de saciar sus apetitos materiales. Nace así una nueva concepción del hombre, el Homo oeconomicus, el ser humano considerado como sujeto de producción y consumo, entregado a la búsqueda de bienes en esta vida. El capitalismo, en contra de lo que piensan los ilusos, no es tan solo una doctrina económica, sino una visión antropológica y ontológica profunda; o, si se prefiere, un sucedáneo religioso en el que el dinero ocupa el lugar de Dios. Y, como ocurre con todos los sucedáneos religiosos, el capitalismo instauró una ética propia, un conjunto de normas morales que facilitasen el acceso a su sucedáneo divino; en este caso, una ética materialista en la que el universo entero -derrumbado ya el valor de la Creación- se convirtiese en la materia prima para la acumulación de riquezas.
Naturalmente, esta ética materialista se disfrazó con máscaras diversas que resultasen menos descarnadamente impías: así, en el seno del capitalismo se desarrollaron una 'ética del trabajo', una 'ética de la función pública', etcétera; pero eran éticas instrumentales, solo vigentes mientras facilitasen el acceso a la riqueza, símbolo único de salvación. Y así llegamos a la tragedia a la que se enfrenta el político de nuestra época: mientras su cargo le garantice el acceso a la riqueza, se abstendrá de conductas corruptas; pero cuando tal cargo se lo dificulte, recurrirá a la corrupción, pues nunca una ética instrumental puede impedir la salvación del hombre, que ahora se cifra en el dinero. En el fondo, lo que nuestra época demanda al político es un imposible ontológico: por un lado, se pretende que garantice la legalidad de todas las conductas que aseguran la acumulación de riquezas (desde la usura a la ingeniería financiera); por otro lado, se pretende que no participe de los beneficios de tales conductas. Y el político, incapaz de soportar esta nueva condena de Tántalo, se corrompe, inevitablemente.
Durante siglos se reconoció que el hombre, aunque llamado al bien, estaba dañado por el mal; y para que la vocación humana hacia el bien triunfase se apelaba a la ayuda divina y se establecieron normas morales que la facilitaban. Así, por ejemplo, la moral clásica exhortaba a la pobreza y al repudio de los bienes materiales, en la convicción de que un pobre tenía más probabilidades de salvarse que un rico, según leemos en el Evangelio. Pero hubo un momento en la historia en que tal moral se subvirtió; y con la subversión de esa moral se originó una nueva concepción antropológica y ontológica. Tal subversión no hubiese sido posible sin el oscurecimiento del concepto de 'pecado original'; y, una vez oscurecido tal concepto, las normas morales que lo apuntalaban se tornaron ininteligibles o superfluas. Si el hombre no estaba dañado por el mal, dejaba de entenderse la exhortación a la pobreza; pues, dedicándose a la obtención de riquezas, el hombre se 'realizaría' más plenamente.
Por supuesto, hombres avariciosos que han hecho del enriquecimiento material el propósito único de su existencia ha habido siempre. Pero esta subversión moral de la que hablo -cuyo origen debe buscarse en el calvinismo- postulaba que la prosperidad material era un signo de salvación, y un medio de justificación de la propia existencia. Pronto, esta nueva moral del dinero se haría doctrina política y económica, de tal modo que los hombres llegaron a confundir sus ansiedades espirituales con el deseo de saciar sus apetitos materiales. Nace así una nueva concepción del hombre, el Homo oeconomicus, el ser humano considerado como sujeto de producción y consumo, entregado a la búsqueda de bienes en esta vida. El capitalismo, en contra de lo que piensan los ilusos, no es tan solo una doctrina económica, sino una visión antropológica y ontológica profunda; o, si se prefiere, un sucedáneo religioso en el que el dinero ocupa el lugar de Dios. Y, como ocurre con todos los sucedáneos religiosos, el capitalismo instauró una ética propia, un conjunto de normas morales que facilitasen el acceso a su sucedáneo divino; en este caso, una ética materialista en la que el universo entero -derrumbado ya el valor de la Creación- se convirtiese en la materia prima para la acumulación de riquezas.
Naturalmente, esta ética materialista se disfrazó con máscaras diversas que resultasen menos descarnadamente impías: así, en el seno del capitalismo se desarrollaron una 'ética del trabajo', una 'ética de la función pública', etcétera; pero eran éticas instrumentales, solo vigentes mientras facilitasen el acceso a la riqueza, símbolo único de salvación. Y así llegamos a la tragedia a la que se enfrenta el político de nuestra época: mientras su cargo le garantice el acceso a la riqueza, se abstendrá de conductas corruptas; pero cuando tal cargo se lo dificulte, recurrirá a la corrupción, pues nunca una ética instrumental puede impedir la salvación del hombre, que ahora se cifra en el dinero. En el fondo, lo que nuestra época demanda al político es un imposible ontológico: por un lado, se pretende que garantice la legalidad de todas las conductas que aseguran la acumulación de riquezas (desde la usura a la ingeniería financiera); por otro lado, se pretende que no participe de los beneficios de tales conductas. Y el político, incapaz de soportar esta nueva condena de Tántalo, se corrompe, inevitablemente.
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