TÍTULO: COMER CÉSPED CRUDO.
Un vegetariano no suele comer carne o pescado. A los que comemos de todo y no pedimos perdón por ello nos puede parecer extraño, pero reconocemos que están en su derecho y que, en puridad, no hacen daño a nadie. Normalmente son ovolacteovegetarianos, es decir, que sí comen huevos y leche, dos alimentos esenciales. Otros más severos consideran que el único producto animal que debiera comerse es la miel y que tan solo habría que alimentarse con productos vegetales. Son los veganos. Pero hay un más allá: los que creen que hay que comer productos vegetales crudos y no cocinados por encima de los cuarenta grados, la máxima temperatura del sol. Son los crudiveganos. Leo un interesante informe de Cristina Garrido en ABC. Me llama la atención lo felices que resultan comiendo la zanahoria como Bugs Bunny. Uno, todo lo primario que ustedes quieran, es de los que si no han comido caliente creen que no han comido, aunque estén saciados, con lo que pueden hacerse una idea de lo partidario que puede ser de estas costumbres vitales que, inevitablemente, transmiten un cierto fanatismo filorreligioso. Cuando se entra en los foros crudiveganos, o veganos –en los que se trata a los vegetarianos como una especie de colaboracionistas con los carnívoros `necrófagos´–, se aprecia, y se envidia, una radical felicidad por la vida que desarrollan, exenta de contagio caníbal. Poco importan consideraciones científicas acerca de las carencias que comportan dichas dietas vitales –déficit de vitamina B12, por ejemplo, que ha de suministrarse paralelamente, o de proteínas esenciales–: el crudivegano está encantado de comer césped, si es necesario, con tal de respetar la vida de los animales. Están convencidos de que hacen lo mejor para con el mundo y para con ellos mismos, lo cual, como queda dicho, no perjudica más que a su organismo siempre que no pretendan obligarnos a los demás a hacer lo mismo. Comer crudo se me antoja volver a la Prehistoria, cuando ello se hacía para combatir el hambre, y me da la impresión de ser un sujeto de riesgo al ingerir tanta bacteria como fibra (la cocción elimina peligros). Ya sé que no es agradable contemplar el espectáculo de cómo un matarife acuchilla conejos para que después nos los comamos, pero los animales no son humanos y el hombre se los ha comido desde el principio de los días. El refinamiento de la civilización consiste en hacerlo de forma no excesivamente salvaje y en aprender a cocinar esas carnes para el deleite de nuestros paladares y nuestro organismo equilibradamente vitaminado. Exhibir esa cierta ferocidad contra los que nos deleitamos con la ingesta de una lamprea nos hace pensar, lamentablemente, en el ansia de Edad Media que albergan algunas ideologías reaccionarias: no quiere decir eso que todo el que solo coma verdura sea un fanático intolerable o un enemigo de la civilización, pero sí que se encuentra en un ámbito en el que proliferan aquellos que consideran asesinos a los que se alimentan de pollo o de ternera, lo cual es tan injusto como absurdo. Tras la información de Cristina Garrido, debo confesarlo, he sentido curiosidad por catar alguna de las excelencias que se preparan con las condiciones descritas, vegetales y crudas. Estoy seguro de que me satisfaría alguna de ellas y que me sentiría muy progre por haberla comido un mediodía sin necesidad de vestir con piel de cordero o ir montado en mula a trabajar. Pero sé que solo sería para una toma. No estoy preparado, creo yo, para hacerlo costumbre y tampoco tengo mayor interés, todo sea dicho. Soy de los que creen a pies juntillas que la carne y la leche no son malas y que unas habas o unos guisantes, incluso crudos, son una delicia (en Almería es costumbre el pellizco al bacalao y el puñado de habas). Mi respeto por los crudiveganos: nada me conmueve más que que la gente sea feliz sin hacer daño a nadie. Aunque muchos crean que se lo hacen a ellos mismos.
TÍTULO: MATAR UN RUISEÑOR.
Foto de la portada del libro El Ruiseñor y la rosa.
Quizá no exista un caso más enigmático de abandono de la vocación literaria que el de Harper Lee, la autora de la mítica Matar un ruiseñor. Publicada originariamente en 1960, Matar un ruiseñor fue galardonada con el premio Pulitzer al año siguiente y adaptada al cine, en una celebérrima versión dirigida por Robert Mulligan y protagonizada por Gregory Peck. Matar un ruiseñor, que vendió dos millones y medio de ejemplares en el año de su publicación, fue de inmediato traducida a más de cuarenta idiomas y no tardó en convertirse en lectura obligatoria en las escuelas de los Estados Unidos; todavía hoy, aseguran sus editores, sigue vendiendo un millón de ejemplares al año por el extenso mundo. Cuando Harper Lee se dio a conocer, contaba 34 años; medio siglo más tarde, convertida en una octogenaria, no ha vuelto a publicar ningún libro, ni se espera que lo haga. Aunque han circulado rumores de que esconde manuscritos que solo serán entregados a la imprenta tras su muerte, los propios familiares de la autora los han desmentido reiteradamente.
A diferencia de otros escritores que hicieron del ocultamiento y la misantropía una coraza contra el mundo, Harper Lee ha aceptado algunos homenajes y agasajos; pero dejando claro siempre que aquella etapa de su vida en que fue una escritora de éxito multitudinario ha quedado definitivamente clausurada. Instalada en su localidad natal de Monroeville, Alabama (la Maycomb de Matar a un ruiseñor), Lee vive de sus derechos de autor, desentendida de la fama que la persigue y también de los mil y un eventos que rememoran los episodios más emblemáticos de su novela (todos los años, por ejemplo, se celebra en Monroeville una recreación del juicio a Tom Robinson, el negro injustamente acusado de violación y defendido con gallardía por Atticus Finch). No reniega de su pasado, ni del mundo que la encumbró al estrellato, pero desea que la dejen vivir y morir en paz. El ruiseñor concluyó su canto y reclama que se respete su silencio.
Pero ¿qué mató el canto del ruiseñor? Esta es la pregunta que todos los lectores que se aproximan a la única novela de Harper Lee se hacen, obsesivamente. Hay quienes sostienen que en Matar un ruiseñor Lee dejó escrito todo lo que necesitaba escribir: una evocación elegiaca de los temores y anhelos de la infancia, sobrevolados por los fantasmas de la Gran Depresión y el racismo, y una muy sugestiva idealización de la figura paterna, encarnada en ese inolvidable Atticus Finch que es un dechado de prendas morales. Y tal vez sea cierto: son muchos los escritores que en su primera obra aciertan a expresar lo que es constitutivo de su universo interior, lo que imperiosamente precisan expresar, para poder seguir viviendo; y que, en posteriores entregas, no hacen sino fatigar un universo que ya ha sido elucidado o, todavía peor, prueban a elucidar otros universos que les resultan ajenos, con resultados paupérrimos o mediocres. Pero, inevitablemente, uno tiende a pensar que fue el éxito lo que sofocó el canto de Harper Lee: un éxito estragador que alteró por completo su pacífica existencia, que desnudó ante el mundo su intimidad, que le granjeó incluso los celos y la envidia de su amigo más querido, el también escritor Truman Capote, que poco tiempo después obtendría un éxito también estruendoso con A sangre fría. Harper Lee tendría ocasión de comprobar cómo el éxito despedazaba a Capote: primero el éxito de Matar un ruiseñor, entre cuyos personajes aparece un niño llamado Dill que, al parecer, es trasunto del propio Capote; después el éxito de A sangre fría, que acabaría convirtiéndolo en un monigote histriónico.
Creo que sin esta experiencia saturnal del éxito que sofoca y calcina el canto del ruiseñor, Harper Lee hubiese seguido escribiendo. Descubrió a tiempo que la aceptación de ese éxito exigía pagar un precio demasiado elevado (el venero secreto de su sensibilidad expuesto en pública almoneda y expoliado para regocijo de mercaderes y curiosos, como le había ocurrido a Capote), y prefirió enmudecer. Tal vez fue un pecado tan grave como matar un ruiseñor; pero más grave aún hubiese sido ver al ruiseñor entonando cantos desafinados o en falsete, convertido en un juguete roto que poco a poco va perdiendo su público, atraído por el canto novedoso de otro pájaro que pronto se quedará, también, afónico.
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