El mundo del caracol anda revuelto. Nada menos que 11.000 kilos han sido requisados en las últimas semanas por la Guardia Civil en Aragón, en una operación destinada a desmantelar las redes de comercialización de los ejemplares capturados en campas y bosques. La intervención, la primera de estas características que se lleva a cabo en España, amenaza con desabastecer los mercados, especialmente en Cataluña, Aragón y la Comunidad Valenciana. Algunos especialistas van más allá: temen que ahora los caracoles silvestres se expandan sin control, con el consiguiente daño para la producción agrícola.
Amén de cotizado manjar, el caracol es uno de los ingredientes tradicionales de la economía sumergida española. Durante décadas han convivido los recolectores 'aficionados', que salían al campo para darse un capricho de vez en cuando, con los 'profesionales' que trabajaban para sacarse un sueldo vendiendo sus capturas a intermediarios. La llegada de la crisis ha propiciado la incorporación a ese último colectivo de un gran número de inmigrantes, que han pasado a depender del caracol para subsistir. Se trata de un fenómeno que ya se había dado antes con las setas y que ha puesto patas arriba el mercado de los gasterópodos. Las 38 denuncias interpuestas como consecuencia de la ruptura de los equilibrios en el sector han traído consigo la intervención de la Guardia Civil y la consiguiente paralización de la recogida en el medio natural.
Según explicó a este periódico un portavoz del Seprona, el Servicio de Protección de la Naturaleza de la Guardia Civil, la llamada 'operación Limarco' busca «la desarticulación de los grupos organizados dedicados a la recolección masiva, transporte y comercialización ilícita de caracoles sin ningún tipo de control fiscal, administrativo o sanitario». El Seprona, añadió el agente, tenía constancia de que «estos grupos eran distribuidos por distintas zonas del sur de Huesca». Los intermediarios pagaban a los recolectores entre 1,5 y 2 euros por kilo y luego los depositaban en almacenes. «Posteriormente los vendían a empresas con registro sanitario que los ponían en el mercado como si fuesen caracoles procedentes de criadero».
José Melero, propietario de Hélix Exea, el principal criadero de caracoles de España, está menos satisfecho de lo que en principio cabría esperar. «Es verdad que los criadores somos sobre el papel los principales beneficiarios, pero me temo que no se han tenido en cuenta las repercusiones de todo esto». Melero estima que hay al menos unas 2.000 personas en Aragón y Cataluña que subsisten gracias a la recolección en el campo y que están con los brazos cruzados desde la operación policial. «A mí ya me han robado en la empresa tres o cuatro veces y lo más probable es que, si no hacemos algo, la situación de inseguridad se agrave. Lo único que tiene toda esta gente para mantenerse es el caracol».
Como los mejillones
El criador ha propuesto al Gobierno de Aragón una solución que pasaría por legalizar la recogida de ejemplares en el campo. «Empresas como la nuestra se encargarían de supervisar el cumplimiento de los requisitos sanitarios y se establecería una tasa para la actividad que permitiría legalizar la situación laboral de los recolectores», sugiere este atípico empresario. La paralización de la recogida en el medio natural, razona Melero, va a provocar un desabastecimiento de los mercados.
El caracol mueve en España en torno a 128 millones de euros anuales. La producción en granjas apenas cubre el 5% de las 16.000 toneladas que se consumen al cabo del año. Otro 15% procede de la recogida en el campo. La parte del león, sin embargo, corresponde a la importación. El 80% de los moluscos que se sirven en las mesas españolas vienen del norte de África y, en menor proporción, de países del este de Europa. «Marruecos y Argelia son nuestros grandes suministradores», precisa Melero, que ironiza sobre el celo que muestra ahora la Administración española con las condiciones higiénicas de los caracoles. «Apelan a la falta de control sanitario para requisar los caracoles silvestres cuando todo el mundo sabe que los que vienen de Marruecos o Argelia no ofrecen ninguna garantía. En esos países el certificado sanitario se consigue poniendo dinero sobre la mesa».
Cuando los biólogos quieren conocer en qué condiciones está el agua del mar, lo primero que hacen es capturar unos cuantos mejillones y examinarlos. El caracol es el equivalente terrícola del mejillón, un bioindicador que permite determinar si en su hábitat hay contaminación procedente de pesticidas o fertilizantes. No se sabe de nadie que haya muerto por comer caracoles, aunque son frecuentes las afecciones intestinales tras la ingesta de ejemplares capturados en campos recién fumigados. Lo bueno que tiene el caracol es que en menos de dos semanas se limpia por completo sometiéndolo a una purga que combina el ayuno y el suministro de comida sin aditivos. «Es una auténtica esponja», dice gráficamente Melero, que produce en su granja de Ejea de los Caballeros, en Zaragoza, unas 80 toneladas de caracol adulto y unos 14 millones de alevines.
Además de productor, Melero ejerce la tutela técnica de otro medio centenar de granjas repartidas por todo el país. En total, calcula, en España hay unos 150 criaderos, muchos de ellos instalaciones artesanales con producciones muy limitadas. La pregunta es obvia: ¿por qué no hay más granjas de caracoles si la demanda del producto no para de crecer? «Porque es más caro producirlos que comprarlos», responde el helicicultor.
Jordi Ramos, de la granja Helicargol, en Sant Feliu de Guíxols (Gerona), explica que es difícil hacerse un hueco en el mercado debido a los bajos precios del caracol silvestre y el que se trae de otros países. «El de granja sale en tienda a unos diez euros el kilo, pero por la mitad puedes comprar caracoles traídos de Marruecos o cogidos en el campo», se lamenta. Melero no cree que el problema sea ése: los intermediarios que compran caracol silvestre o lo importan se encargan de empaquetarlo como si fuese de granja. «El consumidor paga lo mismo porque no hay forma de diferenciarlo», denuncia. Él tiene vendida toda su producción a empresas conserveras que demandan un caracol con carne y buena presencia. «El de granja ofrece más garantías porque controlamos todo el proceso», resume el que para muchos helicicultores es el hombre que más sabe de caracoles de España.
«No sé qué hace un republicano como yo criando bichos que tienen sangre azul», bromea Melero antes de despedirse. Y después de un fuerte apretón de manos vuelve a su refugio a seguir de cerca a sus criaturas en un mundo en el que no hay ruidos ni prisas, pero sí muchas babas.
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