"El mejor hombre de toda la tribu es el valiente Manuté", decían todos. No había momento del día en que no pudiera comprobarse su valentía: saltaba desde varios metros de altura hasta el suelo, luchaba con serpientes venenosas, atrapaba escorpiones con la mano y podía hacerse una herida de un palmo con un cuchillo sin un gesto de dolor. Todo lo contrario decían de Pontomá, a quien nunca se había visto ni siquiera atrapar un mono.
Un día coincidieron ambos en la misma zona de la selva, y estaba Manuté mostrándole a Pontomá una serpiente coral que acababa de atrapar, cuando comenzó a diluviar como nunca antes habían visto. Ambos corrieron a guarecerse bajo unas grandes plantas, y allí permanecieron hasta que dejó de llover.
Sin embargo, cuando iban a salir de su escondite, oyeron a menos de 2 metros el rugido de un tigre. Las plantas eran muy espesas y el animal no podría atravesarlas, pero estaba prácticamente junto a la entrada del escondite. Si se le ocurría atravesarla y les encontraba allí, no saldrían vivos, así que Manuté se inquietó mucho y empezó a ponerse nervioso. Quería salir a toda costa y enfrentarse al tigre en un terreno más abierto en que pudiera hacer uso de su gran habilidad de cazador. Pontomá le hacía señas para que se quedara quieto sin hacer ruido, pero Manuté, cansado de la compañía de un miedica, salió fuera, sorprendiendo al tigre.
Un día coincidieron ambos en la misma zona de la selva, y estaba Manuté mostrándole a Pontomá una serpiente coral que acababa de atrapar, cuando comenzó a diluviar como nunca antes habían visto. Ambos corrieron a guarecerse bajo unas grandes plantas, y allí permanecieron hasta que dejó de llover.
Sin embargo, cuando iban a salir de su escondite, oyeron a menos de 2 metros el rugido de un tigre. Las plantas eran muy espesas y el animal no podría atravesarlas, pero estaba prácticamente junto a la entrada del escondite. Si se le ocurría atravesarla y les encontraba allí, no saldrían vivos, así que Manuté se inquietó mucho y empezó a ponerse nervioso. Quería salir a toda costa y enfrentarse al tigre en un terreno más abierto en que pudiera hacer uso de su gran habilidad de cazador. Pontomá le hacía señas para que se quedara quieto sin hacer ruido, pero Manuté, cansado de la compañía de un miedica, salió fuera, sorprendiendo al tigre.
El tigre recibió un par de heridas profundas, pero no tardó en recuperarse y con dos zarpazos hirió al valiente Manuté, arrojándolo al suelo. Tomó impulso y saltó sobre él, pero la lanza de Manuté interrumpió su vuelo. El tigre se revolvió herido, pero la lanza se movía a la velocidad del rayo, con una precisión increíble, hiriendo una y otra vez al animal, hasta que éste cayó sin vida.
Manuté, con la boca abierta y sangrando abundantemente por sus heridas, presenció todo desde el suelo. Jamás antes había visto a nadie hacer frente a un tigre y manejar la lanza con la calma y fuerza con que acababa de ver hacerlo a Pontomá.
Manuté, con la boca abierta y sangrando abundantemente por sus heridas, presenció todo desde el suelo. Jamás antes había visto a nadie hacer frente a un tigre y manejar la lanza con la calma y fuerza con que acababa de ver hacerlo a Pontomá.
Ninguno dijo nada, no era necesario añadir palabras a la mirada agradecida de Manuté, ni a la mano tendida de Pontomá, ni a la piel del tigre que increíblemente dejaron allí en la selva.
Pero desde aquel día, todos piensan que Manuté no es el mismo, que ya no es tan valiente, y les extraña aún más ver entre las cosas de Pontomá la antigua lanza de Manuté. Pero él sonríe y recuerda el día que aprendió que los verdaderos valientes no buscan los peligros; les basta con controlar su miedo cuando los peligros les encuentran.
Pero desde aquel día, todos piensan que Manuté no es el mismo, que ya no es tan valiente, y les extraña aún más ver entre las cosas de Pontomá la antigua lanza de Manuté. Pero él sonríe y recuerda el día que aprendió que los verdaderos valientes no buscan los peligros; les basta con controlar su miedo cuando los peligros les encuentran.
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