Bandeja en mano, el aya paseaba arrastrando los pies por los pasillos de la Mansión Capuleto. Su ánimo era apropiado a todas las penurias que habían acontecido recientemente: la niña Julieta, a la que había amamantado y criado, apareció muerta una mañana sin estarlo realmente. Había estado dormida gracias a un brebaje que simulaba su defunción, acorde a un plan por facilitar su huida del matrimonio concertado con el impertinente Paris. Pero los ardides enrevesados no suelen tener un final agradable. El enamorado de la muchacha, Romeo Montesco, también fue víctima del engaño por culpa de un aviso no recibido; se quitó la vida con un fuerte veneno para seguir a su amada allá donde creía que moraba su espíritu. Tragedia de tragedias, pues cuando Julieta despertó y encontró al esposo de su corazón sin vida, se arrebató la vida de una certera puñalada.
Ahora ambos yacían juntos en la misma tumba, y el único consuelo que quedaba era la desgracia había servido para aportar paz donde antes hubo guerra. El dolor común unió a los progenitores rivales. En el salón de los Capuleto, las dos familias hacían honras fúnebres por sus hijos fallecidos.
Las cavilaciones del aya se interrumpieron cuando, de improviso, todo quedó a oscuras. «Extraño apagón», se dijo al mirar por la ventana de la cocina; «El resto de la calle sigue con luz». El tiempo de la preocupación llegó acompañado de un grupo de alaridos rasgando la nocturna quietud. Los gritos, cargados de terror, pronto fueron sucedidos por las estruendosas detonaciones de las pistolas. La sirvienta se echó al suelo, haciéndose un ovillo detrás de una mesa. Estallidos y más aullidos, y luego silencio; un silencio tan tenso y angustioso que la regordeta mujer no pudo evitar orinarse encima.
No se atrevió a moverse hasta pasados muchos minutos. En un momento dado, su sentido de la responsabilidad logró imponerse al pavor y se aupó entre temblores. Tomó un fanal reservado para tales situaciones y, con pasos renqueantes, se dirigió al salón. Antes de abrir la puerta doble escuchó lo que parecían gruñidos guturales, el sonido de dientes masticando groseramente. La mansión estaba en las afueras de la ciudad, cerca de las montañas. ¿Tal vez un grupo de lobos había cometido el increíble atrevimiento de bajar hasta suelo humano? Abrió las puertas apenas lo suficiente para asomar los ojos; si las bestias atacaban, tendría tiempo de refugiarse.
Pero no fue una manada de lobos lo que vio, ni ninguna otra bestia creada por la mano de Dios. Sintió un vahído y un terror tan informe que perdió el control de sus acciones. ¿Qué tipo de espantosos monstruos son éstos?, se preguntó, pero no con pensamientos coherentes, sino mediante los mismos impulsos que la hacían temblar. Su silueta, aunque humana, se encorvaba como si se tratara de demonios con formas enredadas; su piel macilenta supuraba pus y otras excrecencias, y algunos gusanos se afanaban en carcomer su carne podrida. Y sin embargo había algo familiar en ambos.
Los dos seres estaban devorando varios cuerpos desperdigados por el suelo. Gracias a un halo de luz que entraba por los ventanales, la mujer reconoció la cabeza de la señora Capuleto en las manos de uno de los engendros, que le sorbía los ojos entre gemidos de placer. Un poco más allá, el otro monstruo daba buena cuenta de las tripas del Montesco, Teodoro. Del resto, sobrinos, hermanos y otros familiares, sólo quedaban huesos.
Una arcada le golpeó la boca desde el estómago. No pudo evitar que el agrio bilis se derramara por su boca, lo cual para su desgracia alertó a los dos demonios. Y entonces, al sentir la mirada repleta de apetito de uno de los engendros, lo reconoció.
—Niña Julieta… —gimió, tomándose el cabello ensortijado— ¿Qué locura es esta?
—Mi querida aya —siseó el horrendo espanto que había sido su ahijada—. En mal momento has llegado. Habrías hecho bien de marcharte, pero ya es tarde. Has tentado al Hambre.
—Mira, esposa mía, cuanta carne tiene —dijo el Romeo maldito.
Los amantes caminaron lentamente hacia la mujer, con los brazos extendidos, anhelantes por atrapar tan generoso ágape. El aya, atrapada por un pavor sin nombre, no tuvo fuerzas más que para retroceder unos pocos pasos. De pronto, sintió unos brazos que la aferraban. Gritó.
—¡Tranquila, mi señora! ¡Soy Fray Lorenzo! —la mujer levantó el rostro y allí estaban, las arrugas del anciano monje— ¡Huya rápido, buena mujer! ¡Afuera está el comisario de la Escala con la policía!
Repentinamente despierta, la mujer salió corriendo sin pensar siquiera en la seguridad del religioso.
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