El padre de Internet:
Es el creador del famoso .com. Un punto y tres letras que han cambiado el mundo. Invitado estrella del Congreso Ciudadanía Digital, que celebra San Sebastián el 8 y el 9 de mayo, hablamos con el genio detrás de Internet.
Ante todo, es un hombre modesto. Más aún sabiendo que su nombre es de los que pasarán a la posteridad. En 1983 creó el DNS (Domain Name System), la tecnología que abrió las puertas a la creación de Internet. pero hoy, a sus 63 años, prefiere quitarle importancia a sus contribuciones.
Mockapetris-foto- tenía 16 años cuando vio un ordenador por primera vez. Era 1965 y muy pocos mortales conocían siquiera el significado de la palabra `computadora´. Aquel descubrimiento cambió su vida y, años más tarde, también la historia de la humanidad. Mockapetris se apasionó enseguida por la informática. En la universidad [el Massachusetts Institute of Technology, MIT] montó su primera red, conectando tres ordenadores a un disco duro, y tras licenciarse como ingeniero –en 1971– pasó a engrosar el privilegiado grupo de investigadores que por aquellos años desarrollaba un proyecto del Departamento de Defensa de EE.UU. llamado Arpanet. Aquella red primigenia pretendía conectar entre sí diferentes organismos. Cuando Mockapetris llegó, Arpanet reunía 24 ordenadores de universidades y centros de investigación de todo el país. Una década después, el número se había multiplicado por diez y crecía de manera exponencial. La tecnología se quedaba obsoleta y había que hacer algo. Mockapetris, convertido ya en uno de los mayores genios del ISI [Information Sciences Institute de la Universidad del Sur de California], centro seminal de Arpanet, parecía ser el hombre adecuado. Así, al menos, lo entendieron sus jefes. En 1983 presentó el DNS (en español: Sistema de Nombres de Dominio), una tecnología que cavaba la tumba de Arpanet y sentaba los cimientos de Internet. Hoy, casi 30 años después, este bostoniano y miembro fundador de la Internet Engineering Task Force y de la Internet Society –las principales organizaciones dedicadas al desarrollo de la Red– es una de las mayores autoridades mundiales en la materia. Mockapetris continúa entregado a su criatura a través de Nominum, una empresa de Silicon Valley dedicada a crear herramientas para hacer más segura y rápida la navegación por la Red.
XLSemanal. Si le digo que no sé nada de Internet, ¿cómo me explicaría, de forma muy simple, lo que es el DNS?
Paul Mockapetris. Bueno, digamos que gracias al DNS las direcciones de Internet no son un montón de números, sino palabras que se pueden entender y memorizar fácilmente. Pero el DNS hace muchísimas cosas: gestiona el correo, las conversaciones mediante voz IP, el spam, cuestiones de seguridad…
XL. ¿Fue usted el que estableció que los dominios finalizaran en .com, .es, etcétera?
P.M. Yo creé el DNS, pero la elección de los dominios llevó un largo debate. Todo salió del ISI, donde desarrollaba herramientas de trabajo en red. Un grupo quería que los dominios del nivel superior fueran nombres de países. Yo argumenté a favor de los genéricos como .com, .gov, .edu o .org, además de los de países. Fue la mejor solución. Esta duplicidad, con dominios gestionados por los países y otros generales, ha ayudado a que todo avanzara mucho más rápido y con menos controles.
XL. ¿Nadie se atribuye la elección de .com?
P.M. Mire, como siempre he dicho que no lo hice yo, hay varias personas por ahí que me han dicho: «Paul, ya que tú no quieres, ¿por qué no dices que fue idea mía?» [se ríe].
XL. ¿Cómo se conectaba uno a la Red en 1983?
P.M. Tenías que llamar a un registro central y añadir tu nombre a una lista. El DNS permitió acceder directamente.
XL. ¿Se considera usted el padre de Internet?
P.M. Bueno, la Internet Society me considera uno de los inventores. No es sencillo establecer esa paternidad, yo me siento parte de un proceso. Es cierto que en 1983 sustituimos toda la tecnología que había por una nueva que creó las bases de Internet tal y como la conocemos. En ese sentido, el DNS fue una de las grandes aportaciones, pero no la única.
XL. En todo caso, cuando piensa en la Red –ayudar a que crezca, mejorar su seguridad...–, ¿es como si fuera un hijo al que cuidar?
P.M. Sí, sin duda. Es como un hijo que, pasado un tiempo, comienza a tomar decisiones por sí mismo y a independizarse del padre.
XL. Arpanet era un proyecto del Departamento de Defensa. ¿Qué papel jugó el Gobierno de EE.UU.?
P.M. No prestó mucha atención hasta que el uso de Internet estuvo generalizado. Hoy no hay un Gobierno en el planeta que no piense en cómo sacarle partido.
XL. Una cita suya: «Desearía haber inventado un sistema para Internet que no estuviera controlado por políticos, abogados y burócratas».
P.M. [Se ríe]. Lo mantengo. Abogo por reducir regulación, aunque los gobiernos tienden a todo lo contrario. En EE.UU. se tumbó un proyecto de ley [Ley SOPA] que permitiría a las autoridades bloquear el acceso a los dominios.
XL. ¿Las leyes antipiratería responden a los verdaderos problemas de Internet?
P.M. No. Creo que no es para tanto. ¿Acaso se pilla a todos los que cometen infracciones de tráfico? Lo importante es decidir el tipo de sociedad que queremos, resolver los problemas que afectan a todos los usuarios. Debatir, por ejemplo, qué significa privacidad en Internet y qué debería significar. La neutralidad de la Red es otra cuestión –que los proveedores no puedan bloquear sitios de la competencia–; hay que establecer las reglas que deben regir los negocios en Internet y qué valores sociales pueden transmitirse a través de la misma. Esto es lo importante.
XL. Usted nació en 1948. ¿Qué imagen tenía de niño sobre los ordenadores?
P.M. Ni siquiera sabía que existían las computadoras hasta el bachillerato. Tenía 16 años. El MIT tenía entonces unos cursos de verano de temas muy científicos, uno de ellos sobre programación. Allí tuve acceso a un IBM 1620.
XL. Y se quedó enganchado...
P.M. Fue muy curioso porque un día, sería en el año 65, la secretaria me preguntó si me interesaría tener una llave de la sala donde estaba la computadora. «Claro», le dije. «Porque tú eres estudiante, ¿verdad?», añadió. Le dije que sí, pero lo que en realidad quería saber era si yo era estudiante del MIT. En fin, conseguí la llave y por las noches –de día estaba ocupado por los estudiantes del MIT– tenía acceso libre al ordenador. Luego, cuando entré a la universidad, al MIT, de hecho, y necesitaba dinero, entre trabajar de camarero o programar, pude elegir la segunda opción [se ríe].
XL. En aquella época, supongo, la gente lo miraría como a un marciano cuando les hablaba de su trabajo...
P.M. Pues, básicamente, así era [se ríe]. Las computadoras llevan algún tiempo ya entre nosotros haciendo muchas cosas, sobre todo en el mundo militar y después en el financiero, pero hasta hace muy poco eran cosa de ciencia ficción para la mayoría.
XL. ¿Qué significaba entonces \\\''\''trabajar en red\\\''\''?
P.M. En el MIT me junté con la gente del MIT MediaLab, que empezaba a aplicar la informática al diseño de edificios. Era algo nuevo, y lo único que teníamos eran tres ordenadores y un disco duro. Un día pensamos que sería buena idea conectar las máquinas y el disco duro para trabajar con más eficacia. No sabía que estaba haciendo investigación en red [se ríe], se trataba de solucionar un problema que teníamos.
XL. ¿Cómo entró en contacto con Arpanet?
P.M. Hice el posgrado en la Universidad de California, en Irvine, donde tenían un proyecto de red con muchas máquinas y acceso a una cosa llamada `Arpanet´. El resto es historia. Toda mi vida he estado metido en temas que implican procesos de distribución con múltiples ordenadores. Hasta hoy. La idea sigue siendo la misma de aquellos tres ordenadores: resolver problemas para que varias máquinas puedan conectarse y funcionar lo mejor posible.
XL. Arpanet pertenecía al Departamento de Defensa. ¿Tenían acceso a grandes secretos?
P.M. No, nada que ver; apenas conectaba a gente que investigaba en la misma dirección. Y para los investigadores universitarios compartir sus hallazgos es habitual.
XL. No había peligro de que tuvieran su propio soldado Manning entonces...
P.M. No había tanta información y, ni mucho menos, tan delicada. El caso de las filtraciones de WikiLeaks, de hecho, solo muestra lo fácil y rápido que es copiar un montón de información hoy en día. Imagino que a la gente que mantiene secretos tampoco les haría mucha gracia que se inventara la fotocopiadora [se ríe].
XL. Permítame otra cita suya: «Un amigo me dijo que sí, que había sido muy inteligente al inventar esto del DNS, pero no lo suficiente como para registrarlo a mi nombre».
P.M. Me temo que tenía toda la razón [se ríe].
XL. Ninguno de los padres de Internet se hizo rico con esto...
P.M. Así es. La gente que hizo el trabajo original no sacó mucho dinero de todo aquello, pero algunos entraron en empresas como Google y demás, donde, imagino, les pagan bien.
XL. ¿A nadie se le pasó por la cabeza sacar dinero de aquello?
P.M. La propia dirección del ISI creyó que no merecía la pena buscar aspectos económicos al DNS. Nos decíamos: «¿A quién le puede interesar? Nunca será algo popular». La Red no empezó a crecer rápido hasta que se benefició de los avances en circuitos integrados, la fibra óptica o las conexiones inalámbricas.
XL. ¿Alguna de las aplicaciones actuales le sorprende en especial?
P.M. Bueno, esperaba que Internet creciera, pero nunca tanto como para que alcanzara cualquier rincón del planeta. El de la movilidad es uno de los aspectos que más me sorprende: que tengas Internet en el móvil o, seguro que dentro de muy poco, en el coche o en cualquier lugar.
XL. Una última cuestión, ¿sería posible apagar todo el sistema?
P.M. No, no veo cómo alguien pudiera hacer eso. Hoy está todo muy descentralizado. Quizá sea posible apagar amplias zonas de la web, pero muchas otras son privadas. En todo caso, no seré yo quien lo intente [se ríe].
Ante todo, es un hombre modesto. Más aún sabiendo que su nombre es de los que pasarán a la posteridad. En 1983 creó el DNS (Domain Name System), la tecnología que abrió las puertas a la creación de Internet. pero hoy, a sus 63 años, prefiere quitarle importancia a sus contribuciones.
Mockapetris-foto- tenía 16 años cuando vio un ordenador por primera vez. Era 1965 y muy pocos mortales conocían siquiera el significado de la palabra `computadora´. Aquel descubrimiento cambió su vida y, años más tarde, también la historia de la humanidad. Mockapetris se apasionó enseguida por la informática. En la universidad [el Massachusetts Institute of Technology, MIT] montó su primera red, conectando tres ordenadores a un disco duro, y tras licenciarse como ingeniero –en 1971– pasó a engrosar el privilegiado grupo de investigadores que por aquellos años desarrollaba un proyecto del Departamento de Defensa de EE.UU. llamado Arpanet. Aquella red primigenia pretendía conectar entre sí diferentes organismos. Cuando Mockapetris llegó, Arpanet reunía 24 ordenadores de universidades y centros de investigación de todo el país. Una década después, el número se había multiplicado por diez y crecía de manera exponencial. La tecnología se quedaba obsoleta y había que hacer algo. Mockapetris, convertido ya en uno de los mayores genios del ISI [Information Sciences Institute de la Universidad del Sur de California], centro seminal de Arpanet, parecía ser el hombre adecuado. Así, al menos, lo entendieron sus jefes. En 1983 presentó el DNS (en español: Sistema de Nombres de Dominio), una tecnología que cavaba la tumba de Arpanet y sentaba los cimientos de Internet. Hoy, casi 30 años después, este bostoniano y miembro fundador de la Internet Engineering Task Force y de la Internet Society –las principales organizaciones dedicadas al desarrollo de la Red– es una de las mayores autoridades mundiales en la materia. Mockapetris continúa entregado a su criatura a través de Nominum, una empresa de Silicon Valley dedicada a crear herramientas para hacer más segura y rápida la navegación por la Red.
XLSemanal. Si le digo que no sé nada de Internet, ¿cómo me explicaría, de forma muy simple, lo que es el DNS?
Paul Mockapetris. Bueno, digamos que gracias al DNS las direcciones de Internet no son un montón de números, sino palabras que se pueden entender y memorizar fácilmente. Pero el DNS hace muchísimas cosas: gestiona el correo, las conversaciones mediante voz IP, el spam, cuestiones de seguridad…
XL. ¿Fue usted el que estableció que los dominios finalizaran en .com, .es, etcétera?
P.M. Yo creé el DNS, pero la elección de los dominios llevó un largo debate. Todo salió del ISI, donde desarrollaba herramientas de trabajo en red. Un grupo quería que los dominios del nivel superior fueran nombres de países. Yo argumenté a favor de los genéricos como .com, .gov, .edu o .org, además de los de países. Fue la mejor solución. Esta duplicidad, con dominios gestionados por los países y otros generales, ha ayudado a que todo avanzara mucho más rápido y con menos controles.
XL. ¿Nadie se atribuye la elección de .com?
P.M. Mire, como siempre he dicho que no lo hice yo, hay varias personas por ahí que me han dicho: «Paul, ya que tú no quieres, ¿por qué no dices que fue idea mía?» [se ríe].
XL. ¿Cómo se conectaba uno a la Red en 1983?
P.M. Tenías que llamar a un registro central y añadir tu nombre a una lista. El DNS permitió acceder directamente.
XL. ¿Se considera usted el padre de Internet?
P.M. Bueno, la Internet Society me considera uno de los inventores. No es sencillo establecer esa paternidad, yo me siento parte de un proceso. Es cierto que en 1983 sustituimos toda la tecnología que había por una nueva que creó las bases de Internet tal y como la conocemos. En ese sentido, el DNS fue una de las grandes aportaciones, pero no la única.
XL. En todo caso, cuando piensa en la Red –ayudar a que crezca, mejorar su seguridad...–, ¿es como si fuera un hijo al que cuidar?
P.M. Sí, sin duda. Es como un hijo que, pasado un tiempo, comienza a tomar decisiones por sí mismo y a independizarse del padre.
XL. Arpanet era un proyecto del Departamento de Defensa. ¿Qué papel jugó el Gobierno de EE.UU.?
P.M. No prestó mucha atención hasta que el uso de Internet estuvo generalizado. Hoy no hay un Gobierno en el planeta que no piense en cómo sacarle partido.
XL. Una cita suya: «Desearía haber inventado un sistema para Internet que no estuviera controlado por políticos, abogados y burócratas».
P.M. [Se ríe]. Lo mantengo. Abogo por reducir regulación, aunque los gobiernos tienden a todo lo contrario. En EE.UU. se tumbó un proyecto de ley [Ley SOPA] que permitiría a las autoridades bloquear el acceso a los dominios.
XL. ¿Las leyes antipiratería responden a los verdaderos problemas de Internet?
P.M. No. Creo que no es para tanto. ¿Acaso se pilla a todos los que cometen infracciones de tráfico? Lo importante es decidir el tipo de sociedad que queremos, resolver los problemas que afectan a todos los usuarios. Debatir, por ejemplo, qué significa privacidad en Internet y qué debería significar. La neutralidad de la Red es otra cuestión –que los proveedores no puedan bloquear sitios de la competencia–; hay que establecer las reglas que deben regir los negocios en Internet y qué valores sociales pueden transmitirse a través de la misma. Esto es lo importante.
XL. Usted nació en 1948. ¿Qué imagen tenía de niño sobre los ordenadores?
P.M. Ni siquiera sabía que existían las computadoras hasta el bachillerato. Tenía 16 años. El MIT tenía entonces unos cursos de verano de temas muy científicos, uno de ellos sobre programación. Allí tuve acceso a un IBM 1620.
XL. Y se quedó enganchado...
P.M. Fue muy curioso porque un día, sería en el año 65, la secretaria me preguntó si me interesaría tener una llave de la sala donde estaba la computadora. «Claro», le dije. «Porque tú eres estudiante, ¿verdad?», añadió. Le dije que sí, pero lo que en realidad quería saber era si yo era estudiante del MIT. En fin, conseguí la llave y por las noches –de día estaba ocupado por los estudiantes del MIT– tenía acceso libre al ordenador. Luego, cuando entré a la universidad, al MIT, de hecho, y necesitaba dinero, entre trabajar de camarero o programar, pude elegir la segunda opción [se ríe].
XL. En aquella época, supongo, la gente lo miraría como a un marciano cuando les hablaba de su trabajo...
P.M. Pues, básicamente, así era [se ríe]. Las computadoras llevan algún tiempo ya entre nosotros haciendo muchas cosas, sobre todo en el mundo militar y después en el financiero, pero hasta hace muy poco eran cosa de ciencia ficción para la mayoría.
XL. ¿Qué significaba entonces \\\''\''trabajar en red\\\''\''?
P.M. En el MIT me junté con la gente del MIT MediaLab, que empezaba a aplicar la informática al diseño de edificios. Era algo nuevo, y lo único que teníamos eran tres ordenadores y un disco duro. Un día pensamos que sería buena idea conectar las máquinas y el disco duro para trabajar con más eficacia. No sabía que estaba haciendo investigación en red [se ríe], se trataba de solucionar un problema que teníamos.
XL. ¿Cómo entró en contacto con Arpanet?
P.M. Hice el posgrado en la Universidad de California, en Irvine, donde tenían un proyecto de red con muchas máquinas y acceso a una cosa llamada `Arpanet´. El resto es historia. Toda mi vida he estado metido en temas que implican procesos de distribución con múltiples ordenadores. Hasta hoy. La idea sigue siendo la misma de aquellos tres ordenadores: resolver problemas para que varias máquinas puedan conectarse y funcionar lo mejor posible.
XL. Arpanet pertenecía al Departamento de Defensa. ¿Tenían acceso a grandes secretos?
P.M. No, nada que ver; apenas conectaba a gente que investigaba en la misma dirección. Y para los investigadores universitarios compartir sus hallazgos es habitual.
XL. No había peligro de que tuvieran su propio soldado Manning entonces...
P.M. No había tanta información y, ni mucho menos, tan delicada. El caso de las filtraciones de WikiLeaks, de hecho, solo muestra lo fácil y rápido que es copiar un montón de información hoy en día. Imagino que a la gente que mantiene secretos tampoco les haría mucha gracia que se inventara la fotocopiadora [se ríe].
XL. Permítame otra cita suya: «Un amigo me dijo que sí, que había sido muy inteligente al inventar esto del DNS, pero no lo suficiente como para registrarlo a mi nombre».
P.M. Me temo que tenía toda la razón [se ríe].
XL. Ninguno de los padres de Internet se hizo rico con esto...
P.M. Así es. La gente que hizo el trabajo original no sacó mucho dinero de todo aquello, pero algunos entraron en empresas como Google y demás, donde, imagino, les pagan bien.
XL. ¿A nadie se le pasó por la cabeza sacar dinero de aquello?
P.M. La propia dirección del ISI creyó que no merecía la pena buscar aspectos económicos al DNS. Nos decíamos: «¿A quién le puede interesar? Nunca será algo popular». La Red no empezó a crecer rápido hasta que se benefició de los avances en circuitos integrados, la fibra óptica o las conexiones inalámbricas.
XL. ¿Alguna de las aplicaciones actuales le sorprende en especial?
P.M. Bueno, esperaba que Internet creciera, pero nunca tanto como para que alcanzara cualquier rincón del planeta. El de la movilidad es uno de los aspectos que más me sorprende: que tengas Internet en el móvil o, seguro que dentro de muy poco, en el coche o en cualquier lugar.
XL. Una última cuestión, ¿sería posible apagar todo el sistema?
P.M. No, no veo cómo alguien pudiera hacer eso. Hoy está todo muy descentralizado. Quizá sea posible apagar amplias zonas de la web, pero muchas otras son privadas. En todo caso, no seré yo quien lo intente [se ríe].
TÍTULO: PRIMER PLANO:
MI VIAJE HACIA LA LIBERTAD:
La actriz británica viaja a la antigua birmania en un momento de cambio político y social que puede acabar con 26 años de dictadura. Invitada por Actionaid, una de las pocas ong a las que los militares permiten operar, recorre el país acompañada de su hijo, tindy, a quien adoptó en Ruanda. En su diario recoge testimonios entre la tragedia y la esperanza y su emotivo encuentro con la premio nobel de la paz Aung San Suu Kyi.
El vuelo dura once horas. Así que mi hijo y yo las hemos aprovechado para leer un montón de cosas sobre el país. El historial de violaciones de derechos humanos es horroroso. Tanto que no soy capaz de concebir cómo se las arregla la gente. También hemos leído mucho sobre Aung San Suu Kyi, o la Señora, como es conocida la premio Nobel e histórica dirigente opositora.
Con nosotros vuela Joanna Kerr, la directora de ActionAid. Se trata de una de las pocas ONG a las que permiten operan en Myanmar, la antigua Birmania. Lo hace desde 2006 y se dedica a la formación de jóvenes líderes civiles a través de un programa de becas. Aterrizamos en Yangón, la antigua Rangon. La capital es una ciudad exótica, desorganizada, llena de vendedores callejeros. Viejos todoterrenos Toyota inundan las calles. Monjes con el cráneo rapado y togas rojizas cruzan con parasoles de madera. Un vendedor ambulante se acerca a nuestro automóvil y agita una revista. Su portada exhibe una gran fotografía de la Señora. Shihab, el sonriente bangladesí que dirige ActionAid aquí, dice con entusiasmo: «¡Un mes atrás era impensable una revista así!».
13.30 horas: he dormido un par de horas, y me siento como si me hubiera atropellado un camión. Jo y yo nos atiborramos de café y nos dirigimos a la sede de su ONG. El primer problema con que se encuentra ActionAid es que la mayoría de la gente no es consciente de sus derechos tras 26 años de dictadura. Otro problema es la existencia de un complejo sistema de espionaje: las autoridades están al corriente de cualquier movimiento, lo que provoca un enorme nerviosismo. Y, además, está la diversidad étnica. En el país hay siete grupos étnicos diferentes, y los militares han alentado las divisiones y enfrentamientos.
LA HISTORIA DE WANNA
Hacia las cinco de la tarde, varios jóvenes nos llevan al centro de la ciudad. Tomamos té. Wanna está sentada a mi lado. Tiene 22 años y procede de un pueblo de la costa. «Echo de menos el rumor de las olas. Pero en mi pueblo no hay electricidad, carretera ni escuela. Tan solo podíamos ir a la escuela remando, dos horas y media de ida y dos horas y media de vuelta. Y cuando llegábamos, el maestro a veces no estaba. Los mayores nos enseñaban. Aun así quise ir a la universidad, pero mi padre era pescador y no ganaba más que ocho dólares al mes. Cuando me dijo que no podía pagarme los estudios, lloró. Entonces llegó el ciclón. Mató a 13 miembros de mi familia y a 400 vecinos del pueblo, pero trajo a las ONG internacionales. El Gobierno no permitió la entrada de extranjeros durante 18 días, pero la presión internacional hizo que diera su brazo a torcer. De forma paradójica, el ciclón, que mató a 150.000 personas, a mí me ayudó porque empecé a trabajar en Save The Children». Miro el rostro sereno de Wanna y me pregunto de dónde saldrá tanta fuerza.
DOS BICHOS RAROS
La sensación de jet lag es monstruosa. Ni Tindy ni yo podemos pegar ojo, y eso que tomamos somníferos. Son las siete de la mañana. No se ve un solo huésped occidental en el hotel. Es curioso. Si hubiera llegado como turista, no habría reparado en que el país lleva años bajo una junta represiva. Como observa Tindy, no es como en Liberia, cuyo trauma resulta perceptible de inmediato. Todo el mundo se sorprende cuando explico que Tindy es hijo mío. ¡Oh!, exclaman. ¡Pero si tiene la piel negra! ¡Qué curioso! La cosa les hace reír. No vemos a una sola persona de raza negra en toda la semana. No es raro que los birmanos se sientan tan fascinados. También yo les hago gracia. Aquí todos son muy delgados. Y se ríen al verme levantar con dificultad mi orondo trasero occidental de asientos diminutos.
LA SEÑORA
Después de un día intenso volvemos al hotel, donde tenemos diez minutos para asearnos antes de acudir a la residencia del embajador británico. Y, maravilla de maravillas, de pronto aparece la Señora. Nos miramos con curiosidad y nos besamos una y otra vez, como un par de albatros en celo. Incluso se me escapa una especie de gorjeo.
Tranquila, sabia, con sentido del humor y carismática, Aung San Suu Kyi tiene todas las cualidades que una quisiera encontrar en un dirigente político. «No conviene que el proceso falle por prisas irresponsables», dice. Está convencida de que el cambio es real. «Lo primero que hay que hacer es restablecer el imperio de la ley. En Occidente todo el mundo habla de la necesidad de elecciones, pero no pueden darse elecciones libres sin ley. Y el Ejército no puede ser marginado». Mi interlocutora rezuma comprensión y compasión.
Todos nos sentimos abrumados por los acontecimientos, por la conjunción de este encuentro extraordinario con la festividad de la Luna llena, por la liberación de centenares de presos políticos… Es un momento histórico.
Todavía impresionados, nos dirigimos a un salón de té, en el que nos encontramos con una pareja. Su testimonio es conmovedor. El hombre era estudiante de Literatura Inglesa y llevaba una agencia de alquiler de coches para pagarse los estudios. Activista universitario, en 1988 fue detenido y condenado a 26 años de cárcel. Cuatro los pasó siendo constantemente interrogado en un cuartel militar. Prefiero no preguntarle por los detalles. Otros cinco años los pasó confinado en solitario. Después de 20 años fue puesto en libertad, de repente y sin explicación. Su esposa también fue detenida en 1988. La mujer entró y salió varias veces de la cárcel, y cada vez volvió al activismo político. Ambos se conocían de nombre, pero nunca se habían encontrado en persona. Pero ambos fueron puestos en libertad el mismo día, el 18 de septiembre de 2008. Él se encontró con ella en la puerta de la cárcel. Y se enamoraron.
LAS MUJERES Y SU DRAMA
Al día siguiente, Jo habla en un consejo de mujeres. La violencia doméstica es endémica. Las mujeres intentan organizarse. Cuando un matrimonio tiene dificultades, se presentan en grupo e impiden que el marido la emprenda contra la familia. «Es bastante fácil pararles los pies; casi siempre están borrachos», dice una mujer de unos 50 años. Los hombres tan solo se encargan de gestionar los ingresos. Las mujeres hacen absolutamente todo lo demás. Siempre tienen que obedecer. Las niñas pequeñas aprenden de su inferioridad desde el primer día en que se arrodillan para dar los mejores trozos de carne a sus hermanos.
Después de un encuentro con varios becarios de ActionAid, Jo y yo conversamos con dos mujeres: Marien Tun, de 26 años, y Khin Lin, de 29. Antes las hemos visto charlar animadamente con los demás becarios, pero ahora, en un entorno más personal, la cosa cambia... y mucho. Nos explican que su familia y sus vecinos las tratan como a unas parias por trabajar para la ONG. «¿Y por qué seguís?», pregunta Jo. «Porque tengo mi propia cabeza y sé que es lo mejor para mí», responde Khin.
Cuando les preguntamos por su niñez, Marien se quita el chal y lo levanta al viento. «Cuando era pequeña, era como este chal: libre, llena de vida, feliz. Pero entonces empezaron a doblegarme», agrega mientras dobla el chal en dos, «y a doblegarme otra vez y otra...». Sigue doblando el chal hasta dejarlo del tamaño de una servilleta. Finge meterlo en una caja y dice: «Las chicas tienen que portarse bien, hacer lo que les dicen... A mis padres no les gusta lo que hago, pero un día van a morirse, y entonces podré abandonar este lugar. Hasta que se mueran, tengo que seguir encerrada en la caja».
Su padre la presiona y amenaza para que se case. «Hago lo posible por no enamorarme», dice con una sonrisa. «Lo he estado pensando, y he decidido que puedo tener libertad o una vida familiar, pero no las dos cosas a la vez». Jo pregunta si tienen quien se ocupe de ellas. Se miran, se encogen de hombros y responden: «Cuidamos de nosotras mismas». Acabamos llorando.
EL FINAL DEL VIAJE.
Empezamos el día reuniéndonos con un ministro. ActionAid necesita su apoyo. El ministro parece dispuesto a conversar. No puedo evitarlo: me cae bien. En el torrente de palabras pesco la expresión «derechos humanos». Es importante. Esa expresión ha estado prohibida en Birmania durante décadas.
La última noche, Tindy y yo invitamos a cenar a varios miembros de la ONG a un maravilloso restaurante. La comida es muy buena, pero por desgracia no se puede consumir alcohol. Tindy no cesa de flirtear con una guapa joven. «Olvídate del asunto», le musito. Nos acostamos temprano, alarmantemente sobrios.
Nuestra última visita es el mercado central. Un vendedor ambulante se acerca con un ejemplar del libro de George Orwell Los días de Birmania. Se lo compro. He hecho muchos viajes, pero este es el país que más me ha gustado. En el avión leo el libro de Orwell, una denuncia del racismo británico durante la era colonial. Una se avergüenza de ser inglesa. Pero, con todo, hoy la historia narrada por Orwell pertenece a otros tiempos. Lo que me lleva a esperar que los años de la junta militar birmana también sean un día solo una terrible historia que se cuenta a los turistas.
El vuelo dura once horas. Así que mi hijo y yo las hemos aprovechado para leer un montón de cosas sobre el país. El historial de violaciones de derechos humanos es horroroso. Tanto que no soy capaz de concebir cómo se las arregla la gente. También hemos leído mucho sobre Aung San Suu Kyi, o la Señora, como es conocida la premio Nobel e histórica dirigente opositora.
Con nosotros vuela Joanna Kerr, la directora de ActionAid. Se trata de una de las pocas ONG a las que permiten operan en Myanmar, la antigua Birmania. Lo hace desde 2006 y se dedica a la formación de jóvenes líderes civiles a través de un programa de becas. Aterrizamos en Yangón, la antigua Rangon. La capital es una ciudad exótica, desorganizada, llena de vendedores callejeros. Viejos todoterrenos Toyota inundan las calles. Monjes con el cráneo rapado y togas rojizas cruzan con parasoles de madera. Un vendedor ambulante se acerca a nuestro automóvil y agita una revista. Su portada exhibe una gran fotografía de la Señora. Shihab, el sonriente bangladesí que dirige ActionAid aquí, dice con entusiasmo: «¡Un mes atrás era impensable una revista así!».
13.30 horas: he dormido un par de horas, y me siento como si me hubiera atropellado un camión. Jo y yo nos atiborramos de café y nos dirigimos a la sede de su ONG. El primer problema con que se encuentra ActionAid es que la mayoría de la gente no es consciente de sus derechos tras 26 años de dictadura. Otro problema es la existencia de un complejo sistema de espionaje: las autoridades están al corriente de cualquier movimiento, lo que provoca un enorme nerviosismo. Y, además, está la diversidad étnica. En el país hay siete grupos étnicos diferentes, y los militares han alentado las divisiones y enfrentamientos.
LA HISTORIA DE WANNA
Hacia las cinco de la tarde, varios jóvenes nos llevan al centro de la ciudad. Tomamos té. Wanna está sentada a mi lado. Tiene 22 años y procede de un pueblo de la costa. «Echo de menos el rumor de las olas. Pero en mi pueblo no hay electricidad, carretera ni escuela. Tan solo podíamos ir a la escuela remando, dos horas y media de ida y dos horas y media de vuelta. Y cuando llegábamos, el maestro a veces no estaba. Los mayores nos enseñaban. Aun así quise ir a la universidad, pero mi padre era pescador y no ganaba más que ocho dólares al mes. Cuando me dijo que no podía pagarme los estudios, lloró. Entonces llegó el ciclón. Mató a 13 miembros de mi familia y a 400 vecinos del pueblo, pero trajo a las ONG internacionales. El Gobierno no permitió la entrada de extranjeros durante 18 días, pero la presión internacional hizo que diera su brazo a torcer. De forma paradójica, el ciclón, que mató a 150.000 personas, a mí me ayudó porque empecé a trabajar en Save The Children». Miro el rostro sereno de Wanna y me pregunto de dónde saldrá tanta fuerza.
DOS BICHOS RAROS
La sensación de jet lag es monstruosa. Ni Tindy ni yo podemos pegar ojo, y eso que tomamos somníferos. Son las siete de la mañana. No se ve un solo huésped occidental en el hotel. Es curioso. Si hubiera llegado como turista, no habría reparado en que el país lleva años bajo una junta represiva. Como observa Tindy, no es como en Liberia, cuyo trauma resulta perceptible de inmediato. Todo el mundo se sorprende cuando explico que Tindy es hijo mío. ¡Oh!, exclaman. ¡Pero si tiene la piel negra! ¡Qué curioso! La cosa les hace reír. No vemos a una sola persona de raza negra en toda la semana. No es raro que los birmanos se sientan tan fascinados. También yo les hago gracia. Aquí todos son muy delgados. Y se ríen al verme levantar con dificultad mi orondo trasero occidental de asientos diminutos.
LA SEÑORA
Después de un día intenso volvemos al hotel, donde tenemos diez minutos para asearnos antes de acudir a la residencia del embajador británico. Y, maravilla de maravillas, de pronto aparece la Señora. Nos miramos con curiosidad y nos besamos una y otra vez, como un par de albatros en celo. Incluso se me escapa una especie de gorjeo.
Tranquila, sabia, con sentido del humor y carismática, Aung San Suu Kyi tiene todas las cualidades que una quisiera encontrar en un dirigente político. «No conviene que el proceso falle por prisas irresponsables», dice. Está convencida de que el cambio es real. «Lo primero que hay que hacer es restablecer el imperio de la ley. En Occidente todo el mundo habla de la necesidad de elecciones, pero no pueden darse elecciones libres sin ley. Y el Ejército no puede ser marginado». Mi interlocutora rezuma comprensión y compasión.
Todos nos sentimos abrumados por los acontecimientos, por la conjunción de este encuentro extraordinario con la festividad de la Luna llena, por la liberación de centenares de presos políticos… Es un momento histórico.
Todavía impresionados, nos dirigimos a un salón de té, en el que nos encontramos con una pareja. Su testimonio es conmovedor. El hombre era estudiante de Literatura Inglesa y llevaba una agencia de alquiler de coches para pagarse los estudios. Activista universitario, en 1988 fue detenido y condenado a 26 años de cárcel. Cuatro los pasó siendo constantemente interrogado en un cuartel militar. Prefiero no preguntarle por los detalles. Otros cinco años los pasó confinado en solitario. Después de 20 años fue puesto en libertad, de repente y sin explicación. Su esposa también fue detenida en 1988. La mujer entró y salió varias veces de la cárcel, y cada vez volvió al activismo político. Ambos se conocían de nombre, pero nunca se habían encontrado en persona. Pero ambos fueron puestos en libertad el mismo día, el 18 de septiembre de 2008. Él se encontró con ella en la puerta de la cárcel. Y se enamoraron.
LAS MUJERES Y SU DRAMA
Al día siguiente, Jo habla en un consejo de mujeres. La violencia doméstica es endémica. Las mujeres intentan organizarse. Cuando un matrimonio tiene dificultades, se presentan en grupo e impiden que el marido la emprenda contra la familia. «Es bastante fácil pararles los pies; casi siempre están borrachos», dice una mujer de unos 50 años. Los hombres tan solo se encargan de gestionar los ingresos. Las mujeres hacen absolutamente todo lo demás. Siempre tienen que obedecer. Las niñas pequeñas aprenden de su inferioridad desde el primer día en que se arrodillan para dar los mejores trozos de carne a sus hermanos.
Después de un encuentro con varios becarios de ActionAid, Jo y yo conversamos con dos mujeres: Marien Tun, de 26 años, y Khin Lin, de 29. Antes las hemos visto charlar animadamente con los demás becarios, pero ahora, en un entorno más personal, la cosa cambia... y mucho. Nos explican que su familia y sus vecinos las tratan como a unas parias por trabajar para la ONG. «¿Y por qué seguís?», pregunta Jo. «Porque tengo mi propia cabeza y sé que es lo mejor para mí», responde Khin.
Cuando les preguntamos por su niñez, Marien se quita el chal y lo levanta al viento. «Cuando era pequeña, era como este chal: libre, llena de vida, feliz. Pero entonces empezaron a doblegarme», agrega mientras dobla el chal en dos, «y a doblegarme otra vez y otra...». Sigue doblando el chal hasta dejarlo del tamaño de una servilleta. Finge meterlo en una caja y dice: «Las chicas tienen que portarse bien, hacer lo que les dicen... A mis padres no les gusta lo que hago, pero un día van a morirse, y entonces podré abandonar este lugar. Hasta que se mueran, tengo que seguir encerrada en la caja».
Su padre la presiona y amenaza para que se case. «Hago lo posible por no enamorarme», dice con una sonrisa. «Lo he estado pensando, y he decidido que puedo tener libertad o una vida familiar, pero no las dos cosas a la vez». Jo pregunta si tienen quien se ocupe de ellas. Se miran, se encogen de hombros y responden: «Cuidamos de nosotras mismas». Acabamos llorando.
EL FINAL DEL VIAJE.
Empezamos el día reuniéndonos con un ministro. ActionAid necesita su apoyo. El ministro parece dispuesto a conversar. No puedo evitarlo: me cae bien. En el torrente de palabras pesco la expresión «derechos humanos». Es importante. Esa expresión ha estado prohibida en Birmania durante décadas.
La última noche, Tindy y yo invitamos a cenar a varios miembros de la ONG a un maravilloso restaurante. La comida es muy buena, pero por desgracia no se puede consumir alcohol. Tindy no cesa de flirtear con una guapa joven. «Olvídate del asunto», le musito. Nos acostamos temprano, alarmantemente sobrios.
Nuestra última visita es el mercado central. Un vendedor ambulante se acerca con un ejemplar del libro de George Orwell Los días de Birmania. Se lo compro. He hecho muchos viajes, pero este es el país que más me ha gustado. En el avión leo el libro de Orwell, una denuncia del racismo británico durante la era colonial. Una se avergüenza de ser inglesa. Pero, con todo, hoy la historia narrada por Orwell pertenece a otros tiempos. Lo que me lleva a esperar que los años de la junta militar birmana también sean un día solo una terrible historia que se cuenta a los turistas.
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