TÍTULO: CARTA DE LA SEMANA CON Judith Cruxent y la huella de carbono.
Una crisis económica acaba pasando antes o después, pero una crisis medioambiental es prácticamente irrecuperable a corto y medio plazo. Eso lo sabemos hasta aquellos que creemos que a cuenta del cambio climático se ha exagerado hasta posturas apocalípticas y se han adoptado poses neorrevolucionarias más ideológicas que científicas. Sin embargo, guste más o menos, el cambio climático tiene datos irrefutables que lo hacen cierto; es decir, existe y se debe en buena medida a la actividad humana. La creciente emisión de CO2 de los últimos veinte años hace que podamos ir a la playa en febrero, pero hace también que los recursos hídricos sean cada vez más escasos; los bosques, más secos –y más propicios al fuego–; y los océanos, más tendentes a la acidificación. Todo ello redunda en la pérdida de biodiversidad y, en el caso de los océanos, al desarrollo de corales, moluscos y fitoplancton con el que se alimentan peces y crustáceos. Se ven afectadas, por igual, agricultura y ganadería: pastos y pastoreo dejan de ser medianamente sostenibles, ya que las horas activas disminuyen y la ingesta, consecuentemente, se diluye considerablemente. No trato de joderles el domingo, conste. Pero es así.
El mundo medianamente civilizado ha llegado a compromisos de reducción de CO2. Concretamente en Europa afecta a un veinte por ciento para 2020: se trata de que no siga aumentando el roer de los gases de efecto invernadero y de que la temperatura de la tierra no crezca de forma global, cosa de la que es responsable el dichoso CO2, pero también el metano que producen residuos y basuras, el óxido nitroso, los hidrofluocarburos y otros regalitos de la generación de electricidad.
Me cuenta Judith Cruxent, consultora de un proyecto creado por dos emprendedores más, LOWCO2 Project, que existe un parámetro que permite calcular las emisiones de CO2 asociadas a cualquier actividad humana: es lo que se llama `la huella de carbono´. Sirve para medir el impacto medioambiental que tenemos personas o empresas a través de nuestro quehacer, y, consecuentemente, para observar un comportamiento más responsable que pasa por asumir dietas más bajas en carbono, ser algo más ecológicos y consumir productos y servicios más bajos en emisiones. Eso no quiere decir que debamos comer solo lechuga o vivir sin neveras, que nos iluminemos con antorchas o que vayamos andando al fin del mundo. Significa que consigamos saber qué cosas son más respetuosas con nuestro medioambiente. Y ¿cómo lo sabemos? Ahí entran las Judiths del mundo, las que analizan mediante una subdivisión de todos los procesos que forman la actividad de la empresa tanto el consumo de recursos como el coste de los mismos. Se me antoja que no es fácil, pero lo hacen. De hecho es una práctica que siguen los amigos de Eroski, NH Hoteles, Codorníu, Bodegas Torres –que tantos buenos ratos me ha dado– y Queso Ventero, entre otros. Todos ellos han querido calcular la huella de CO2 y han puesto en marcha un plan de acción para reducir las emisiones. El proyecto creado por Jordi Font y Jordi Pujol mejora la eficiencia energética de las empresas y reduce costes por mejor uso de los recursos. Por supuesto hacen que esas empresas sean pioneras en su sector y puedan exportar con más facilidad a países como Alemania, Francia o el Reino Unido, donde el cálculo de esa huella y las medidas correctoras están siendo un requisito indispensable para vender su producto.
Son jóvenes, trabajadores y manejan la insolencia de los que quieren mejorar las cosas, crear riqueza y hacer un mundo mejor, a pesar de lo cursi que suena eso. Forman parte de ese paquete de tipos que saben que o se innova o se muere –un día de los corrientes les tengo que hablar de Biouniversal y su creación de sistemas de reciclaje y recogida de aceite doméstico que tanto atormentan a los ayuntamientos que deben depurar las aguas residuales– y que se han adelantado al día en que la huella de carbono sea una imposición.
Mi reconocimiento a ellos. El día que venga Judith a mi cocina y mida mi huella, no sé qué hará conmigo, pero seguro que me dará ideas para ser un poco mejor. Con mi edad, fíjense.
TÍTULO: DIALOGO.
He aquí una de esas palabras-talismán (o más bien palabras-ídolo) a las que nuestra época ha levantado un trono (o más bien un altar), antes incluso de determinar su significado. Tal vez por contraposición con `monólogo´, se tiende a pensar que `diálogo´ es conversación de dos (o, por extensión, de muchos), palabras que se cruzan en un mero intercambio verbal; pero, buceando en su etimología, descubrimos que `diálogo´ no contiene alusión numérica alguna, pues no está formado por el sufijo di-, que expresa dualidad (como en `dicotomía´, `dilogía´, `dióxido´ y tantas otras), sino por la preposición griega diá, que significa «a través de, por medio de». `Diálogo´ significa, pues, literalmente «a través de la palabra» o, si se prefiere, «a través de la razón» (suponiendo que las palabras sean la encarnación de un pensamiento racional, cosa que a estas alturas empieza a resultar dudoso); y alude a la capacidad humana de llegar al entendimiento o penetrar la verdad de las cosas mediante el instrumento de la palabra.
Pero en la acepción que comúnmente se da al `diálogo´ la palabra ha dejado de ser instrumento, para convertirse en fin. Basta con que dos hablen para que se considere que existe diálogo, aunque sus palabras conduzcan hacia callejones sin salida, o sean puros circunloquios que no conducen a ninguna parte, sino en todo caso al punto de partida (que con frecuencia es un punto inexistente, un no-lugar anegado por el vacío). Así el diálogo pierde su naturaleza dilucidadora, esclarecedora, para convertirse en jaula de grillos; y «a través de la palabra» solo se alcanza una mayor confusión (un ejemplo de este diálogo estéril nos lo suelen ofrecer las llamadas `tertulias políticas´que infestan los medios de comunicación).
Esta conversión del diálogo en logomaquia aturdidora –en el que las palabras dejan de ser un medio para alcanzar un fin y se erigen en fines en sí mismas– parte de una consideración errónea sobre la naturaleza de los dialogantes. Se considera que el título para dialogar es la dignidad o libertad intrínseca de la persona, en lugar de la ciencia cierta que posee sobre el asunto que se trata. A nadie se le ocurriría pensar que para ser jugador de baloncesto baste nuestra dignidad intrínseca como personas, ni nuestra libertad para elegir el oficio que nos pete; tampoco que midiendo metro y medio o cultivando una señora barriga aspiremos a jugar al lado de Pau Gasol. Sin embargo, se contempla con desarmante naturalidad que dialoguen quienes ningún conocimiento poseen sobre la materia sobre la que dialogan; y, en el caso de que dialoguen un perito en la materia (alguien que ha adquirido dominio de la misma gracias a la fatiga y el estudio) con alguien que la desconoce (o que en todo caso le ha dedicado alguna reflexión rápida y ocasional), se considera que sus opiniones son igualmente válidas y `respetables´. Es decir, se supone que toda persona, por el hecho de ser racional, tiene título suficiente para dialogar con cualquiera sobre cualquier cosa. El resultado de tales diálogos, inevitablemente, es una mayor oscuridad; y su eficacia persuasiva se sustituye por un `discusionismo´ cuasikafkiano, cuyos resultados estragadores los contemplamos cada día, en una sociedad que dialoga mucho pero no logra entenderse casi nunca.
Otra condición que la idolatría dialogante ha olvidado (y que más que condición es premisa) es que el diálogo solo es posible cuando existe un principio común que las partes coloquiantes aceptan; y a partir del cual pueden desarrollarse, «a través de las palabras» o razones, argumentos que limen asperezas. No existiendo tal principio común, el diálogo deviene imposible o improductivo (lo que popularmente se denomina `diálogo de besugos´), porque quienes en él participan rechazarán inevitablemente toda demostración que se pretenda construir sobre el principio que repudian; o en todo caso, se alcanzará un acuerdo de conveniencia mutua, lo que a la larga es aún más perjudicial que la falta de acuerdo, por mucho que se disfrace de `consenso´, pues se funda sobre la renuncia de los principios, disfrazada de `cesiones´ parciales. Un diálogo, pongamos por caso extremo, entre alguien que justifica al asesinato en todos los casos y alguien que en todos los casos lo condena no puede resolverse en la justificación del asesinato en determinados casos, o bajo tales o cuales circunstancias; pues tal diálogo es más odioso que la misma guerra. Pero tal es el laberinto en el que el diálogo, convertido en un fin en sí mismo, nos ha introducido.
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