TÍTULO: Tren:
Hace frío. La escarcha del alba lucha con los primeros rayos de un sol que todavía se despereza, adormilado. Se le acabó el chollo. Hoy es solsticio, y a partir de ahora le tocará levantarse cada día unos minutos más temprano.
Es lo que tiene ser el responsable de cada amanecer; no puedes decepcionar a los noctámbulos que esperan ansiosos tu llegada.
La caminata es más ardua en esta época del año, pero también se disfruta más. Todo placer es mayor cuanto mayor es el sacrificio por lograrlo.
El sonido de la estación se convierte en algo inconfundible, por muy pequeña que esta sea. Bullicio entre las idas y llegadas, abrazos y despedidas, sonrisas y lágrimas. Llamadas a embarques y desembarques, gente que va, gente que viene.
Sentimientos que se entremezclan en el ambiente gélido. Alegrías al reconocer una cara de antaño, manos levantadas en un adiós con fecha de caducidad demasiado lejana. Algunas miradas al suelo, vacías. Tristezas por ausencias venideras.
El trasiego y las prisas de los pasajeros rezagados cargados hasta los topes contrasta con la parsimonia y sosiego de los viejos viajeros, cuyas livianas maletas de piel y cuero van repletas de recuerdos y olvidos, de momentos vividos e instantes perdidos en la memoria, que ocupan poco, y pesan menos.
Cruzo algunas miradas. Brillantes unas, entusiastas, para las que seguro paso desapercibido mientras bajan de los últimos vagones del recién llegado convoy. Resecas las otras, ausentes, esperando resignadas su partida.
Parecen decirme algo...
Última llamada al tren, mientras busco en los bolsillos la razón por la que marchar.
La encuentro en un banco, abrazada. En una fría despedida repetida. Al cerrar mis ojos. Entre lágrimas. En palabras no pronunciadas. Escritas. En mi más roído interior.
El tren de la última oportunidad pasó de largo, sin parada en la estación fantasma del fracaso.
El humo negro del carbón se fue alejando, mientras queda en el andén el billete a un destino incierto.
Ahora, con el corazón abierto y el alma cerrada, férrea en apariencia, ignoro por qué ese último tren perdido fue a descarrilar sin ocupar en él mi lugar, con el chirriar de los frenos como último suspiro.
Y en las vías oxidadas por el tiempo quedaron esparcidas ilusiones marchitas y proyectos truncados, huidas sin rumbo y maletas de cuero, abiertas y rotas.
Tickets de vuelta, sin retorno.
TÍTULO: Zapatos Rotos
El viajero llegó al anochecer.
Como una sombra precediendo las tinieblas que se extienden inexorables en cada ocaso, el hombre alcanzó las primeras casas del pueblo por el camino del este.
Con él, acompañándolo, una pobre bestia de carga cargada hasta los topes, aunque vigorosa, bien alimentada y cuidada.
Tras ella, a punto de darles caza, la nada de un día que toca a su fin.
Y al fin, un merecido descanso.
La aldea, apenas unas callejuelas que se entrecruzan entre ellas, alberga unas pocas familias que, a esas horas, permanecen ya encerradas en sus hogares alrededor de la lumbre.
Fuera, el frío arrecia, y la crudeza del inminente invierno se hace notar en las tierras, ocultas bajo un manto de oscuridad y penumbra.
Polvo del camino, barba recia, zapatos desgastados, propios de un caminante.
El hombre, ya entrado en años, recorre las calles desiertas sin encontrar a nadie. Ni un alma. Ni un animal, bien resguardados en los establos. Sólo el frío, solo, acurrucado agazapado en cada rincón.
Las casas, cerradas a cal y canto, despiden por sus ventanas fugaces resplandores, mientras de sus chimeneas escapan volutas de humo, atestiguando que están habitadas, y de su interior se desprende un ambiente cálido, acogedor.
En vano es llamar pidiendo refugio, a tales horas. Antaño, las puertas permanecían abiertas a los recién llegados, y todo visitante era bien acogido. Pero los tiempos, como las gentes, cambian.
Aun así, siempre quedan quienes se mantienen firmes en su esencia, y permanecen fieles a sí mismos. Y es gracias a esto que, de entre las últimas casas del camino del oeste, una, sólo una, todavía alberga a quienes están de paso.
“La calzada”, la llaman.
Un pequeño farol colgando en la fachada sirve de aviso al forastero. Encendido día y noche, es señal inequívoca de que la puerta siempre queda abierta.
Basta acercarse para notar que es lugar de encuentro y descanso para gentes llegadas de lejos.
La algarabía de la planta baja hasta bien entrada la madrugada contrasta con el silencio de la planta superior, lugar de quietud donde reposan los sueños.
Al lado del edificio principal, una cuadra guarda los animales de los viajeros, cuidados y atendidos por un joven que sale al encuentro del nuevo huésped, y mientras éste marcha a la posada, la preciada carga queda guardada en una habitación al fondo de la casa.
La cálida atmósfera que se respira al traspasar el umbral de la puerta despierta los sentidos, aletargados por la intemperie.
A un lado, la lumbre arde en un hogar donde se cuece lo que va a ser la cena en un enorme caldero. En el resto de la estancia, varias mesas y sillas dispersas están ocupadas por gentes que beben de grandes jarras mientras charlan animadamente, y al fondo, unas escaleras que conducen arriba.
La taberna o pensión sería igual a cualquier otra de no ser porque, en el rincón más cercano a la puerta de entrada, lugar preferente de toda estancia tan visitada, un estante con un montón de zapatos ordenados, colocados de más a menos viejos, capta la atención del recién llegado.
Alguien, al parecer un vecino del pueblo, le explica a un forastero el por qué de aquella peculiar colección.
- Un hombre, hace ya mucho, dejó unos zapatos en ese rincón, tal vez olvidados, o quizá porque simplemente estaban ya rotos, y ahí quedaron, guardados, por si volvía a recuperarlos.
Durante un tiempo, lógicamente, nadie los cogió, pues a nadie agradan unos zapatos viejos y usados. Pero un día, un viajero al parecer pobre, muy pobre, antes de marchar preguntó si podía cambiarlos por los suyos, apenas unas tiras de cuero, y tras el consentimiento por parte de los allí presentes, se fue entusiasmado, consciente de que sus pies quedarían menos doloridos, sus pasos serían más livianos, su camino menos duro.
Al cabo de unos meses, este mismo hombre volvió, pero ya no como vagabundo o viajero sin rumbo. Había encontrado fortuna, y como muestra de su gratitud, al marchar dejó en el estante del rincón unos zapatos nuevos, para que, quien los necesitase, pudiera cogerlos o cambiarlos y darles buen uso.
Desde entonces, son muchos los que dejan o cambian su calzado aquí, bien como prueba de su paso por este lugar, por superstición o símbolo de buena suerte, o simplemente porque alguno de los que ahí encuentran es mejor que los que llevan puestos.
- ¿Y alguien cogió aquellos zapatos nuevos, no? – preguntó el forastero.
- Así es. Pero, a cambio, dejó dos pares, que fueron también bien útiles para otras gentes. Y así, entre idas y venidas, llegadas y despedidas, el intercambio no ha cesado hasta hoy.
Lo cierto es que formaban una curiosa colección.
Algunos con cordones desatados, otros con grandes agujeros formados por el uso y agrandados por el paso del tiempo, todos compartían una característica común: las suelas desgastadas, arañadas a cada paso, como si la tierra quisiese aferrarse a ellas, y no dejarles dar el siguiente.
Pero todo paso sigue a uno y precede a otro, siempre que no sea el último, o el primero.
Terminada la cena, y a falta de quehaceres, buenas son historias y cuentos contados.
Junto a la calidez del ambiente, la panza llena, y el embriagador don de la buena cerveza, los relatos se mezclan con la imaginación y las vivencias, y mientras se escuchan, se sienten.
Luego se oyen, lejanos… hasta que el sopor vence en la lucha eterna y perpetua que mantiene con la vigilia, y ésta yace rendida, abatida, hasta un nuevo despertar.
Cantan los gallos en los corrales, antes de despuntar el alba. Malditos bichos.
Hora de partir, piensan todos… excepto los que ya lo han hecho.
En el estante faltan algunos pares de zapatos, que nadie echará de menos, mientras otros, raídos y rotos, ocupan su lugar.
Unos marchan. Otros llegarán.
Es mejor así.
Muchos son los que quieren morir con las botas puestas. Otros, prefieren hacerlo descalzos, una vez recorrido el camino.
Pues cuando los pasos dejan de darse, y el camino de andarse, de poco sirven unos zapatos gastados, viejos y usados.
Es mejor guardarlos en el armario de los recuerdos, junto al estante del olvido, donde yacen al lado de aquellos con quienes compartieron el camino, o con quienes encontraron en su caminar.
Y es que, al igual que nadie nace sabiendo andar o sonreír, y nadie ha vivido sin tropezar alguna vez, nadie nace sabiendo atar unos cordones.
10-2-2012-TÍTULO: BOTAS:
Lo mejor que he comprado este año en las rebajas son unas botas.
No escribo lo que he gastado porque he ganado en salud, pues los catarros
entran por los pies,
y puede que también la felicidad, al andar para el campo.
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