Un sol invernal, como cada día desde hacía semanas, se levantaba perezoso y apagado por el este. El poderoso drakkar se mecía al son de las olas, indefenso al poder infinito del océano.
Erik Ojosaltón escrutaba el horizonte con su catalejo-la única reliquia que sus antepasados poseyeron- pegado a su único ojo, y su inseparable pellejo de hidromiel colgado del hombro. Era un hombre bajo, delgado, con la cara alargada carcomida por toda una vida desperdiciada –o muy bien aprovechada, según se mire- en el mar. Contaba unos cuarenta años, aunque ni él estaba seguro de a cuántos días del nombre había sobrevivido.
-Erik, viejo zorro, ¿divisas ya las piernas abiertas de tu mujer pariendo bastardos? ¿O de momento solo hay niebla?-masculló el capitán, un fornido marinero que aparentaba la treintena.
Una marea de risotadas inundó el drakkar.
Erik palideció y vociferó unas palabras, las últimas palabras de su vagabunda vida marina:
-¡¡Krakken, krakken a proa!!
Un tentáculo enorme, que dejaba en ridículo al mástil mayor cruzó el cielo, a la velocidad del rayo. Luego, un crujido y los gritos de desesperación de aquellos desgraciados marineros.
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