Después de promover la Revolución rusa, acabar con las diferencias de clases sociales y dedicar su vida entera al comunismo, Lenin finalmente muere. Por ser ateo y haber perseguido a los religiosos, termina siendo condenado al infierno.
Al llegar allí, descubre que la situación es peor que en la Tierra: los condenados son sometidos a sufrimientos increíbles, no hay alimento para todos, los demonios son desorganizados, Satanás se comporta como un rey absoluto, sin ningún respeto por sus empleados o por las almas en pena que sufren el suplicio eterno.
Lenin, indignado, se rebela contra la situación: organiza manifestaciones, hace protestas, crea sindicatos con diablos descontentos, incentiva rebeliones. En poco tiempo, el infierno está cabeza para abajo: nadie respeta ya la autoridad de Satanás, los demonios piden aumento de sueldo, las sesiones de suplicio quedan vacías, los encargados de mantener encendidos los hornos hacen huelga.
Satanás ya no sabe qué hacer: ¿cómo puede funcionar su reino si aquel rebelde está subvirtiendo todas las leyes? Intenta un encuentro con él, pero Lenin, alegando no conversar con opresores, manda un recado a través de un comité popular para decir que no reconoce la autoridad del Jefe Supremo.
Desesperado, Satanás va hasta el cielo para conversar con San Pedro.
–¿Os acordáis de aquel sujeto que promovió la Revolución rusa? –pregunta Satanás.
–Nos acordamos muy bien –responde San Pedro–. Un comunista. Odiaba la religión.
–Es un buen hombre –insiste Satanás–. Aunque tenga sus pecados, no merece el infierno; al fin y al cabo procuró luchar por un mundo más justo. En mi opinión debería estar en el cielo.
San Pedro reflexiona algunos momentos.
–Creo que tienes razón –dice finalmente–. Todos nosotros tenemos nuestros pecados, hasta yo mismo llegué a negar a Cristo tres veces. Envíalo para aquí.
Loco de contento, Satanás regresa a su casa y envía a Lenin directo al cielo. Enseguida, con mano de hierro y alguna violencia, termina con los sindicatos de demonios, disuelve el comité de almas descontentas y prohíbe asambleas y manifestaciones de condenados. El infierno vuelve a ser el famoso lugar de los tormentos que siempre asustó al hombre. Loco de alegría, Satanás se pone a imaginar qué es lo que debe de estar pasando en el cielo.
«¡En cualquier momento, San Pedro estará llamando aquí para pedir que Lenin retorne!», ríe consigo mismo. «¡Aquel comunista debe de haber transformado el paraíso en un lugar insoportable!».
Pasa el primer mes, pasa un año entero, y ninguna noticia del cielo. Muerto de curiosidad, Satanás resuelve llegarse hasta allí para ver lo que está sucediendo. Encuentra a San Pedro en la puerta del Paraíso.
–¿Y qué tal? ¿Cómo van las cosas? –pregunta.
–Muy bien –responde San Pedro.
–¿Pero está todo en orden?
–¡Claro! ¿Por qué no habría de estarlo?
«Este tipo debe de estar fingiendo –piensa Satanás–. Lo que quiere es enchufarme a Lenin de vuelta».
–Escucha, San Pedro, ¿aquel comunista que te mandé se ha portado bien?
–¡Muy bien!
–¿Ninguna anarquía?
–Al contrario. Los ángeles son más libres que nunca, las almas hacen lo que desean, los santos pueden entrar y salir sin horario fijo.
–¿Y Dios no se queja de este exceso de libertad?
San Pedro mira, con cierta piedad, al pobre diablo que tiene enfrente.
–¿Dios? Camarada, ¡Dios no existe!.
TÍTULO: A FONDO--La cámara que lo fotografió todo:
George Eastman era el Steve Jobs de su tiempo. En 1900, el fundador de Kodak revolucionó para siempre el mundo con sus inventos, que popularizaron la fotografía y el cine hasta el último rincón del planeta. Sin embargo, un siglo después, la compañía está al borde de la quiebra definitiva. Es la gran derrotada de la revolución digital. ¿Qué pasó? -cámara de foto.foto.
En los años 90, una acción de Kodak llegó a valer 70 dólares; hace unos meses cotizaba a 50 céntimos. Poco después, la compañía dejó de cotizar en Bolsa. En Rochester, la ciudad a orillas del lago Ontario donde la empresa tiene su sede desde que se creó, había hace 20 años 195 edificios de la firma que empleaba a más de 30.000 personas, cuya mayor preocupación era si encontrarían un sitio para aparcar. Hoy, Kodak apenas emplea a 7000 personas, y hace unos meses anunció su entrada en concurso de acreedores. Ahora lanza la que es la última cámara que fabricará en toda su historia. La compañía, cuyo logotipo rojo y amarillo es tan inseparable de Occidente como la coca-cola, es la gran derrotada de la revolución digital.
Pero vayamos por partes... En 1900, el fundador de la compañía, George Eastman, a quien hoy se considera el Steve Jobs de su tiempo, obsequió a sus clientes con la primera cámara portátil apta para simples aficionados, un aparato que revolucionaría la forma de ver el mundo. Sobre ese pilar se fue consolidando un modelo de negocio rentable como pocos: Kodak vendía las cámaras en masa y a bajo precio y obtenía sus beneficios con el desarrollo de las costosas películas.
Este modelo funcionó durante un siglo (de hecho, en 1999 la compañía tuvo unos beneficios de 2500 millones de dólares, los más altos de toda su larga vida). De Rochester no solo habían salido carretes fotográficos, sino también las películas usadas para las imágenes por rayos X, los microfilmes para los archivos, los rollos de película de 16 y 35 milímetros para el cine y las películas para las cámaras de Super-8. También fabricaron en serie proyectores de diapositivas, casetes de vídeo, disquetes…
Kodak no había dejado en todas esas décadas de alimentar el mercado con nuevos aparatos: no era nada extraño que se presentaran 20 o 30 nuevos productos cada año, impresoras y fotocopiadoras, CD regrabables, cámaras desechables, papel fotosensible y películas fotográficas de todas las clases. En películas de la marca Kodak se grabaron sin excepción todos los largometrajes galardonados con el Óscar a la mejor película entre 1928 y 2008. Pero en 2009 este honor recayó ya en las películas de Fujifilm. Y para más inri: el proceso de producción cinematográfica se puede completar hoy sin usar ya película alguna. Está completamente digitalizado.
¿Qué ha ocurrido? ¿Cómo una empresa que hace 40 años fabricó la cámara que captó la imagen del hombre en la Luna depende ahora de un auténtico milagro para no desaparecer? ¿Cómo pudo hundirse una compañía que en los años 70 fabricaba el 90 por ciento de las películas vendidas en EE.UU y el 85 por ciento de las cámaras? ¿Cómo pudo Kodak dejar pasar la era digital sin subirse a ella?
Al buscar respuestas, sorprende descubrir
que la propia Kodak desarrolló en 1975 la primera cámara digital del mundo. Era, con todos sus componentes, como tres cajas de zapatos. Su inventor fue el ingeniero de Kodak Steve Sasson. Hacía unas fotos en blanco y negro muy malas y no parecía un producto comercial.
Pero Kodak siguió investigando. Sus sensores mejoraron y poco después empezaron a instalarse en aparatos militares y, más tarde, en cámaras Nikon y Leica. Los jefes en Rochester no dormían: la situación empezaba a ser muy inquietante.
Larry Matteson, durante años uno de los vicepresidentes seniors de la compañía, elaboró en 1979 –cuatro años después de la invención de la cámara digital– un informe sobre esa tecnología. En él aseguró que de forma inexorable los productos Kodak habrían dado el paso a lo digital en 2010.
Analizada la situación con objetividad, se podía decir que la empresa era especialmente buena en dos cosas. Por un lado, eran líderes mundiales en química orgánica. Además, gracias a su inigualable experiencia en la fabricación de películas, Kodak podía cubrir cualquier tipo de superficie con elevada precisión y a enorme velocidad. «Pero ya se habrá dado usted cuenta de lo que eso significaba –dice Matteson–, ambas eran cualidades que no se podían aplicar a la obtención de imágenes digitales».
Apostarlo todo a lo digital, transformar una empresa química y fotográfica pujante en una compañía electrónica, parecía imposible y también un sinsentido. La sociedad analógica seguía funcionando a toda máquina a finales de los 70 y todavía prometía ofrecer muchos años de grandes beneficios. Además, era fácil llegar a la conclusión de que los márgenes de beneficio del negocio digital nunca se aproximarían a los que ofrecían las películas analógicas. Eran demasiado pequeños para mantener una empresa como Kodak. Todo apunta a que la compañía se encontraba hace 30 años ante una única elección: suicidarse ya o dejarlo para más adelante.
«El error –dice Matteson– fue que Kodak nunca pudo deshacerse de la idea de que era una empresa fotográfica». De vez en cuando, alguien hacía un llamamiento a transformar la compañía por completo, añade. Se sucedían los ejecutivos y planes de cambio. Se invirtió en crear una división farmacéutica a partir de la rama química, se dedicaron millones a intentar hacerse con el mercado de la impresión digital, un plan que se puso en práctica, se desechó después y se volvió a adoptar más tarde».
A la gente de Kodak no se le ocurrió la idea, tan salvadora como radical, de Fujifilm en Tokio: redirigir el negocio químico a la producción de cosméticos. Otras propuestas, como la de emplear su inigualable tecnología de recubrimiento para fabricar papeles pintados o pósits, eran descartadas por indignas. En Rochester reinaba un letal esprit de corps: ellos le habían dado al mundo las fotografías de la Luna, no se iban a poner a hacer papeles pintados.
Al principio supieron sacarle partido;
de hecho, la empresa ocupó en 2005 el número uno
del mercado norteamericano de cámaras digitales. Pero la desgracia quiso que estas cámaras no tardaran en ser absorbidas por los primeros smartphones… el siguiente salto tecnológico estaba servido. La gente empezó a hacer sus fotos con los móviles, apenas usaban ya las cámaras digitales, y una alocada competencia entre los fabricantes acabó por hundir los precios.
En Rochester se encuentra la antigua residencia de George Eastman, sede de uno de los más destacados museos del mundo dedicados a la imagen: alberga las colecciones privadas de Martin Scorsese, Norman Jewison o Spike Lee. Allí se guardan 4000 cámaras e imágenes de valor incalculable. Con todo, el documento más impresionante es la carta de despedida que George Eastman escribió en 1932, viejo y enfermo, antes de dispararse con una Luger. La nota, expuesta en una vitrina, tiene tres líneas, y hoy se puede leer como un mensaje a la tambaleante empresa Kodak: «A mis amigos: Mi trabajo está hecho. ¿A qué esperar?».
En los años 90, una acción de Kodak llegó a valer 70 dólares; hace unos meses cotizaba a 50 céntimos. Poco después, la compañía dejó de cotizar en Bolsa. En Rochester, la ciudad a orillas del lago Ontario donde la empresa tiene su sede desde que se creó, había hace 20 años 195 edificios de la firma que empleaba a más de 30.000 personas, cuya mayor preocupación era si encontrarían un sitio para aparcar. Hoy, Kodak apenas emplea a 7000 personas, y hace unos meses anunció su entrada en concurso de acreedores. Ahora lanza la que es la última cámara que fabricará en toda su historia. La compañía, cuyo logotipo rojo y amarillo es tan inseparable de Occidente como la coca-cola, es la gran derrotada de la revolución digital.
Pero vayamos por partes... En 1900, el fundador de la compañía, George Eastman, a quien hoy se considera el Steve Jobs de su tiempo, obsequió a sus clientes con la primera cámara portátil apta para simples aficionados, un aparato que revolucionaría la forma de ver el mundo. Sobre ese pilar se fue consolidando un modelo de negocio rentable como pocos: Kodak vendía las cámaras en masa y a bajo precio y obtenía sus beneficios con el desarrollo de las costosas películas.
Este modelo funcionó durante un siglo (de hecho, en 1999 la compañía tuvo unos beneficios de 2500 millones de dólares, los más altos de toda su larga vida). De Rochester no solo habían salido carretes fotográficos, sino también las películas usadas para las imágenes por rayos X, los microfilmes para los archivos, los rollos de película de 16 y 35 milímetros para el cine y las películas para las cámaras de Super-8. También fabricaron en serie proyectores de diapositivas, casetes de vídeo, disquetes…
Kodak no había dejado en todas esas décadas de alimentar el mercado con nuevos aparatos: no era nada extraño que se presentaran 20 o 30 nuevos productos cada año, impresoras y fotocopiadoras, CD regrabables, cámaras desechables, papel fotosensible y películas fotográficas de todas las clases. En películas de la marca Kodak se grabaron sin excepción todos los largometrajes galardonados con el Óscar a la mejor película entre 1928 y 2008. Pero en 2009 este honor recayó ya en las películas de Fujifilm. Y para más inri: el proceso de producción cinematográfica se puede completar hoy sin usar ya película alguna. Está completamente digitalizado.
¿Qué ha ocurrido? ¿Cómo una empresa que hace 40 años fabricó la cámara que captó la imagen del hombre en la Luna depende ahora de un auténtico milagro para no desaparecer? ¿Cómo pudo hundirse una compañía que en los años 70 fabricaba el 90 por ciento de las películas vendidas en EE.UU y el 85 por ciento de las cámaras? ¿Cómo pudo Kodak dejar pasar la era digital sin subirse a ella?
Al buscar respuestas, sorprende descubrir
que la propia Kodak desarrolló en 1975 la primera cámara digital del mundo. Era, con todos sus componentes, como tres cajas de zapatos. Su inventor fue el ingeniero de Kodak Steve Sasson. Hacía unas fotos en blanco y negro muy malas y no parecía un producto comercial.
Pero Kodak siguió investigando. Sus sensores mejoraron y poco después empezaron a instalarse en aparatos militares y, más tarde, en cámaras Nikon y Leica. Los jefes en Rochester no dormían: la situación empezaba a ser muy inquietante.
Larry Matteson, durante años uno de los vicepresidentes seniors de la compañía, elaboró en 1979 –cuatro años después de la invención de la cámara digital– un informe sobre esa tecnología. En él aseguró que de forma inexorable los productos Kodak habrían dado el paso a lo digital en 2010.
Analizada la situación con objetividad, se podía decir que la empresa era especialmente buena en dos cosas. Por un lado, eran líderes mundiales en química orgánica. Además, gracias a su inigualable experiencia en la fabricación de películas, Kodak podía cubrir cualquier tipo de superficie con elevada precisión y a enorme velocidad. «Pero ya se habrá dado usted cuenta de lo que eso significaba –dice Matteson–, ambas eran cualidades que no se podían aplicar a la obtención de imágenes digitales».
Apostarlo todo a lo digital, transformar una empresa química y fotográfica pujante en una compañía electrónica, parecía imposible y también un sinsentido. La sociedad analógica seguía funcionando a toda máquina a finales de los 70 y todavía prometía ofrecer muchos años de grandes beneficios. Además, era fácil llegar a la conclusión de que los márgenes de beneficio del negocio digital nunca se aproximarían a los que ofrecían las películas analógicas. Eran demasiado pequeños para mantener una empresa como Kodak. Todo apunta a que la compañía se encontraba hace 30 años ante una única elección: suicidarse ya o dejarlo para más adelante.
«El error –dice Matteson– fue que Kodak nunca pudo deshacerse de la idea de que era una empresa fotográfica». De vez en cuando, alguien hacía un llamamiento a transformar la compañía por completo, añade. Se sucedían los ejecutivos y planes de cambio. Se invirtió en crear una división farmacéutica a partir de la rama química, se dedicaron millones a intentar hacerse con el mercado de la impresión digital, un plan que se puso en práctica, se desechó después y se volvió a adoptar más tarde».
A la gente de Kodak no se le ocurrió la idea, tan salvadora como radical, de Fujifilm en Tokio: redirigir el negocio químico a la producción de cosméticos. Otras propuestas, como la de emplear su inigualable tecnología de recubrimiento para fabricar papeles pintados o pósits, eran descartadas por indignas. En Rochester reinaba un letal esprit de corps: ellos le habían dado al mundo las fotografías de la Luna, no se iban a poner a hacer papeles pintados.
Al principio supieron sacarle partido;
de hecho, la empresa ocupó en 2005 el número uno
del mercado norteamericano de cámaras digitales. Pero la desgracia quiso que estas cámaras no tardaran en ser absorbidas por los primeros smartphones… el siguiente salto tecnológico estaba servido. La gente empezó a hacer sus fotos con los móviles, apenas usaban ya las cámaras digitales, y una alocada competencia entre los fabricantes acabó por hundir los precios.
En Rochester se encuentra la antigua residencia de George Eastman, sede de uno de los más destacados museos del mundo dedicados a la imagen: alberga las colecciones privadas de Martin Scorsese, Norman Jewison o Spike Lee. Allí se guardan 4000 cámaras e imágenes de valor incalculable. Con todo, el documento más impresionante es la carta de despedida que George Eastman escribió en 1932, viejo y enfermo, antes de dispararse con una Luger. La nota, expuesta en una vitrina, tiene tres líneas, y hoy se puede leer como un mensaje a la tambaleante empresa Kodak: «A mis amigos: Mi trabajo está hecho. ¿A qué esperar?».
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