El director de la oscarizada -foto-'Slumdog Millionaire' y de la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de Londres rechaza la ...
Danny Boyle no quiere el título de sir. El célebre
realizador de cine, con obras cumbre en su carrera como 'Trainspotting' o
'Slumdog Millionaire' ('¿Quién quiere ser millonario?'), ha rechazado
uno de los más distinguidos honores del Reino Unido: Caballero de la
Orden del Imperio Británico. Un comité gubernamental le había
seleccionado por su don mágico en la dirección de la gala inaugural de
los Juegos Olímpicos, que adelantó el éxito de Londres 2012. El
protagonismo de la reina Isabel en el mismo espectáculo, con su
extraordinario papel de 'chica Bond', redobló la baza del realizador
para entrar en la nueva lista de caballeros que se anuncia el próximo 1
de enero. Pero, según la prensa británica, Boyle ha dado carpetazo a una
condecoración que entrega personalmente la regia inquilina del Palacio
de Buckingham.
No habrá un sir Danny Boyle porque, según indicó en una
entrevista con la BBC, prefiere «seguir siendo un hombre del pueblo». La
causa directa del rechazo se fundamenta en el propósito de la
espectacular gala. Boyle ofreció una visión de un país moderno que ha
luchado a lo largo de la historia por la igualdad social y política. Los
focos del estadio olímpico apuntaron a las sufragistas, las enfermeras
de la sanidad pública o los obreros que afianzaron el éxito de la
revolución industrial. Esta imagen de una sociedad democrática,
tolerante, abierta y justa causó una grata impresión en todos los
sectores sociales, salvo en círculos muy reducidos de la derecha
política y la prensa. Al diputado conservador, Aidan Burley, le cayó un
torrente de críticas cuando tachó la ceremonia de «basura multicultural
izquierdista» en un mensaje de Twitter.
Con su negativa a ser condecorado, Boyle ingresa en un
club de ilustres profesionales. El escultor Henry Moore rechazó el
título de caballero en 1951; los escritores, E. M. Foster y Aldous
Huxley, en 1949 y 1959, respectivamente. El también literato J. G.
Ballard dio un público «no» a un honor de menor rango, Compañero de la
Orden del Imperio Británico, comúnmente identificado por sus siglas CBE.
«Es por el ambiente de deferencia ante el monarca y todo lo demás que
representa. Perpetúa la imagen de Gran Bretaña con mucha pompa e
insuficiente circunstancia», dijo el autor de dos 'best sellers' como
'El Imperio del Sol' y 'Rascacielos'.
L. S. Lowry, pintor de la Inglaterra industrial, es
probablemente el candidato que más veces ha rechazado una condecoración.
Entre 1955 y 1976, renunció a cinco distintos honores, incluido el de
caballero. Hitchcock es un caso aparte. El cineasta se negó a aceptar un
CBE en 1962, convencido quizá de que sus méritos eran acordes a un
caballero, rango que finalmente ganó en 1979.
Las razones del boicot
La identidad de los renunciantes se mantenía en secreto
hasta que el ministerio del Gabinete, responsable de la gestión del
sistema de honores, se vio forzado este año a divulgar algunos nombres
en respuesta a una solicitud amparada por la ley de Libertad de
Información. El listado es largo e incluye al Nobel en Física Francis
Crick, el pintor Lucien Freud o, entre otros, los escritores Kipling y
Graham Greene.
Entre las razones del boicot, la mayoría de seleccionados
se posicionan con Doyle en negarse a secundar una distinción que
reafirma el carácter clasista británico y la desigualdad social
imperante en el Reino Unido. Otros los rechazan por su alusión a un
imperio ya inexistente pero que, como resaltó el poeta Benjamin
Zephaniah, «me recuerda a la esclavitud y a miles de años de
brutalidad». También hay quien se excusa por cuestiones más mundanas. El
actor John Cleese dejó pasar un CBE en 1996 porque, según denunció en
una entrevista, «es un honor tonto». Tres años más tarde le ofrecieron
un título de más peso, una baronía con escaño en la Cámara de los Lores,
pero el ex Monty Phyton juzgó «que pasar los inviernos en Inglaterra es
un precio demasiado alto». Prefirió mantener su residencia en
California a ser lord.
La Orden del Imperio Británico suena a distinción muy
añeja, pero es un invento moderno. La creó Jorge V en junio de 1917 para
recompensar el esfuerzo de la población civil durante la I Guerra
Mundial y para honrar a los soldados que volvieron del frente sin una
merecida medalla militar. Se estructura en cinco clases de honores,
diferenciados por rango de prestigio: Caballero de la Gran Cruz (GBE),
Caballero o Dama (KBE o DBE), Comandante (CBE), Oficial (OBE) y Miembro
(MBE). El año pasado se reintrodujo además la Medalla del Imperio (BEM)
para premiar el servicio de un individuo en su comunidad. Solo los dos
primeros llevan acompañado un título parejo, como sir o dama.
Pago de favores
Los honores vienen marcados ahora por la contribución de
un individuo en un área específica, ya sean las artes, ciencia,
medicina, el deporte o, entre otras, la política. Cuanto más excepcional
se juzga la labor y cuanto más extensos geográficamente son sus
beneficios, la distinción crece en prestigio. Acudir a palacio a recibir
la correspondiente medalla directamente de la reina u otro miembro de
la familia real es, de por sí, un homenaje que celebran con orgullo
todos los destacados. Cada año se anuncian dos listas de honores, en
enero y junio, con cerca de dos mil nombres y apellidos seguidos del
inevitable juego de letras.
Pese a su origen monárquico, el control de los honores
recae en el Gobierno. Distintos comités integrados por altos
funcionarios ministeriales y expertos en una determinada disciplina -en
artes y medios de comunicación en el caso de Boyle- seleccionan a los
candidatos que, tras pasar varios controles, aprueba el primer ministro.
La historia demuestra que la realeza repartía títulos en
pago a favores de sus consejeros y cortesanos para ennoblecer a
descendientes sin acceso al trono o para prevenir la sublevación de
probables enemigos. En la era de Isabel II, los políticos tienden a usar
y abusar del sistema en beneficio propio o de sus partidos para
'comprar' lealtades, reasegurar la disciplina en sus filas y dar salida a
los que se acercan o superan la edad de jubilación. Los escándalos en
torno al llamado 'cash for honours' (dinero por un título) han afectado a
gobiernos de todas las afiliaciones ideológicas, desde liberales en los
años veinte a laboristas y conservadores en tiempos más recientes.
Scotland Yard interrogó formalmente a Tony Blair y detuvo
de madrugada a la asesora principal del entonces primer ministro por un
turbio asunto de concesión de títulos. La investigación se prolongó
durante cerca de dos años hasta que la Fiscalía confirmó que no había
pruebas para sentar en el banquillo a ningún miembro del gobierno
laborista.
El revuelo provocó una reforma de los trámites de
selección y control de las candidaturas en 2005. Se trató de mejorar la
transparencia del sistema y apuntalar su independencia de las
inevitables interferencias políticas. Se reforzó también una iniciativa
del anterior primer ministro conservador, John Major, para democratizar
el proceso y fomentar los reconocimientos entre el pueblo llano. Así,
además de órganos y entes gubernamentales, cualquier ciudadano puede
presentar su candidatura y proponer a un destacado vecino a los comités
que valoran y deciden a quién honrar cada año.
Pero el olor a recompensa política no se ha despejado
completamente. Cada hornada de caballeros incluye 'sospechosos
habituales', donantes del partido político gobernante, militares y
oficiales civiles retirados. «La donación política no es una razón para
descalificar a un candidato. La cuestión crítica es si ha contribuido a
la sociedad por su propio mérito», reza el texto de la reforma.
Aunque técnicamente no se considera un honor, el título
de lord se destina a diputados que han perdido su escaño y a derrotados
primeros ministros que aún desean prolongar su carrera política.
En agosto de 2010, Jennelle Carrillo acudió a un partido de entrenamiento de los Dallas Cowboys, su equipo favorito de fútbol americano.
En agosto de 2010, Jennelle Carrillo acudió a un partido
de entrenamiento de los Dallas Cowboys, su equipo favorito de fútbol
americano. Como aún no era la hora, decidió sentarse en un banco del
exterior del estadio, cerca de una de las puertas: hacía mucho calor,
más de 38 grados, y el asiento de mármol negro estaba al sol. Jennelle,
en fin, se abrasó el culo. De hecho, se lo abrasó mucho más de lo que
parece concebible: sufrió quemaduras que obligaron a hospitalizarla una
semana, o al menos eso argumenta en su querella. Porque la forofa de los
Cowboys ha decidido demandar al equipo de sus amores y a su propietario
-el magnate Jerry Jones, con una fortuna estimada de 2.000 millones de
euros- para que paguen por lo ocurrido a su trasero. «No había ninguna
señal en el banco ni cerca de él que avisase de que estaba demasiado
caliente, ni habían precintado el banco con cuerdas», expone su abogado.
Lo que no llega a aclarar es por qué la mujer no se levantó en cuanto
notó el preocupante ardor en las nalgas.
Litigios de este tipo, en los que algún estadounidense
exige compensación por acciones que él mismo realizó, saltan cada cierto
tiempo a las noticias. Se pueden contemplar con ojos comprensivos, como
muestras algo sacadas de quicio de la determinación con la que un país
entero reclama sus derechos, o también cabe interpretar que se trata
simplemente de dar esquinazo a la responsabilidad personal y obtener la
mayor tajada posible. El Instituto para la Reforma Legal, vinculado a la
Cámara de Comercio de EE UU, apuesta por esta segunda perspectiva:
todos los meses selecciona ejemplos de demandas particularmente
grotescas, que hace unos días, tras una votación popular, sirvieron para
confeccionar su 'top' de «los diez pleitos más ridículos de 2012».
Según argumentan, la justicia civil estadounidense es la más costosa del
mundo y tiene acobardado al país, donde hay ayuntamientos que prefieren
retirar los columpios y miles de propietarios de negocios temerosos de
que un cliente susceptible les demande por... algo.
En la lista, junto a la chamuscada Jennelle, aparecen
casos como el de Victoria Jean Church-Dellinger, una mujer que no pagó
las letras de su Pontiac. Le embargaron el coche, pero ahora reclama 3,7
millones de euros porque no le devolvieron el combustible que quedaba
en el depósito, que según sus cálculos estaba a la mitad. «Es igual que
si te dejas la chaqueta dentro y no te la devuelven», justifica su
abogado. También figura Elizabeth Lloyd, que pide 115.000 euros al
jugador de béisbol que le dio con una pelota en la cara: se trataba de
un partido de liga infantil y el deportista en cuestión tenía 11 años. Y
Marty Danielle Gann, que celebraba el cumpleaños de una amiga cuando la
agredieron con un botellín de cerveza: le pareció lógico demandar a los
fabricantes de Budweiser, por sacar al mercado «un producto más
peligroso de lo razonable». Y Denise Barton, que pretende que su ciudad
le compense con 1.200 millones de euros, porque, según dice, los nuevos
parquímetros con wi-fi le producen «infección de oídos y rigidez en el
cuello».
Dientes y prepucios
El 'hit parade' de 2012 recoge también la queja de Jerry
Flanory, que ha emprendido acciones legales contra la prisión en la que
cumplió cinco años por asalto. En el momento de entrar en la cárcel, a
Jerry solo le quedaban cinco dientes, pero durante su estancia entre
rejas la cifra descendió a cuatro: él achaca la dolorosa pérdida a que
las autoridades penitenciarias le privaron de pasta dentífrica. La
población reclusa da mucho juego en esto de las demandas singulares:
once presos de Nueva York han pedido 380 millones porque no les dan hilo
dental, mientras que Dean Cochrun, un tipo de 28 años que ha
descubierto en la cárcel su condición de circunciso, exige al hospital
donde le operaron de bebé que le compense con 750 euros y le reconstruya
el prepucio. El caso más conocido -y, seguramente, también el más
patológico- es el de Jonathan Lee Riches, un exconvicto que ha demandado
a medio mundo, desde Steve Jobs hasta los piratas somalíes, desde los
supervivientes del Holocausto hasta el antiguo planeta Plutón. Una de
sus últimas iniciativas ha sido acusar a Kim Kardashian y el rapero
Kanye West de regentar un campo de entrenamiento de Al-Qaida.
Claro que, en ocasiones, parece que algunos de estos
litigantes tienen razón. El Instituto para la Reforma Legal incluye en
su selección de pleitos ridículos uno que tuvo resonancia global: Wayne
Watson, de Denver, ganó el juicio contra un fabricante de palomitas de
maíz para microondas y contra el supermercado donde él las compraba.
Durante diez años comió dos paquetes diarios y, según la sentencia, el
diacetilo empleado para darles aroma le provocó una enfermedad
respiratoria. Se fijó una indemnización de 4,4 millones de euros,
aunque, a juicio de los abogados de las empresas, «lo mismo podría haber
dicho que le salían alienígenas de la bolsa, porque tendría la misma
base».
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