domingo, 23 de diciembre de 2012

Perdón al mayordomo infiel./ DARLE AL 'PLAY' CON ARTE,.

Título:Perdón al mayordomo infiel,.

Visita al que fue su asistente personal en la celda y le permite abandonar la cárcel, aunque no recuperará sus antiguos quehaceres
Benedicto XVI y Paolo Gabriele, 'Paoletto', su mayordomo durante más de cinco años, se vieron ayer por primera vez las caras desde que este se reveló como el principal protagonista del escándalo 'Vatileaks', al ser detenido en mayo por robarle documentos confidenciales y filtrarlos a un periodista. El Papa le visitó en la cárcel de la Gendarmería vaticana, donde cumplía su condena de año y medio, y tras hablar unos quince minutos le dio su perdón. Fue un momento «muy intenso», aseguró el portavoz vaticano, Federico Lombardi. Luego Gabriele quedó libre y ya pasó la tarde de ayer en casa con su familia. Casado y con tres hijos, vecino de la propia Ciudad del Vaticano, estaba cantado que antes de Navidad sería indultado. Dentro de lo surrealista que ha sido este escándalo, daba una imagen un tanto negativa que pasara estas fechas de amor y fraternidad entre rejas, a dos pasos del centro de la fe católica y el gran belén montado en la plaza de San Pedro.
«Se ha tratado de un gesto paterno hacia una persona con la que el Papa ha compartido durante algunos años una cotidiana familiaridad», explicó una breve nota de la Secretaría de Estado. También ha recibido el indulto el otro imputado en el caso, el técnico informático Claudio Sciarpelletti, acusado de complicidad y condenado a dos meses, pero que ni siquiera llegó a entrar en prisión. Había vuelto a su trabajo, aunque en otro departamento sin acceso a material reservado, la oficina de Estadística.
El comunicado de ayer terminaba con el aspecto más interesante que quedaba por resolver, el futuro de 'Paoletto: «Aunque no pueda retomar el trabajo precedente y continuar viviendo en el Vaticano, la Santa Sede, confiando en la sinceridad del arrepentimiento manifestado, prevé ofrecerle la posibilidad de reanudar serenamente su vida junto a su familia». Es decir, le buscarán un hueco en alguna estructura eclesiástica y le seguirán manteniendo. Es otro efecto extraño de la complejidad de la situación para el Vaticano: también quedaría mal que pusieran en la calle a una familia. Pero ha pesado aún más la necesidad de no perder el control sobre Gabriele, pues con todo lo que sabe y lo que ha callado era un peligro dejarlo suelto sin un empleo. Podían lloverle las ofertas para contar su vida.
Tres cardenales 'detectives'
En realidad, todo se ha cerrado en falso y se ha resuelto muy a la italiana, con apaños, pantomimas, perdón, arrepentimiento y aquí no ha pasado nada. De fondo queda una gran niebla, porque poco se sabe realmente de lo que ha pasado. Sí ha salido mucha información explosiva, una filtración de papeles sin precedentes, pero otra cosa es saber lo que había detrás. Se intuye una guerra de bandos en la Curia y una maniobra contra el secretario de Estado, Tarcisio Bertone, muy cuestionado, para desacreditarle. Fue un objetivo plenamente logrado, pero Ratzinger le confirmó su confianza en medio del chaparrón y sigue en su puesto. La investigación conocida que llevó al arresto del mayordomo se ha quedado en la superficie, sin entrar en las posibles complicidades de las altas esferas. La investigación buena es otra que el Papa ha encargado a una comisión de tres cardenales 'detectives' y que ha podido interrogar a una treintena de prelados y autoridades. Su informe no se ha hecho público y probablemente nunca se conocerá. Se ajustarán cuentas de puertas para adentro.
Hay muchas preguntas sin responder. Nadie se cree que 'Paoletto' actuara solo y no se ha encontrado al autor de otras filtraciones a medios italianos, pues el mayordomo solo ha admitido haber sacado el material publicado en el libro 'Su Santidad', de Gianluigi Nuzzi. En casa de Gabriele se hallaron un millar de papeles importantes y solo se ha difundido menos de un centenar, no se sabe si los otros llegaron a salir de los muros vaticanos. 
 

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 Sentado en una silla de ruedas, el artista coreano Nam June Paik avanzaba por los pasillos del Guggenheim en 2001 viendo su propia obra ...

 

Sentado en una silla de ruedas, el artista coreano Nam June Paik avanzaba por los pasillos del Guggenheim en 2001 viendo su propia obra como quien mira los episodios más memorables de una vida. Capítulos condensados en televisiones sin tubos ni lámparas en su interior y con la llama de una vela, pantallas con la silueta en colores de los visitantes captada por unas cámaras, vídeos, instalaciones y grabaciones de performances. «Ya me puedo morir feliz», musitaba el creador, contento con el resultado. A su alrededor, seguidores ya célebres del maestro, artistas como Antoni Muntadas, pionero en el uso de la tecnología en España y premio Velázquez, el más prestigioso que concede el Estado.
Nam June Paik, que falleció en 2006, supone al videoarte, tan en boga en la actualidad, lo que las cuevas de Altamira a la pintura: el comienzo de todo. Según cuentan los libros, el origen de este género se sitúa en el momento en que el coreano se hace con una Sony Partapak, un modelo de videocámara que aún no había salido al mercado, y graba la procesión del Papa Pablo VI por Nueva York en 1965.
Esa misma tarde proyecta el resultado en el café A Go Go del Greenwich Village ante un grupo de artistas, lo que vino a ser como el parto de esta corriente. Las cámaras de ocho o dieciséis milímetros que usaba Andy Warhol, y su tedioso proceso de revelado, empezaban su declive.
El videoarte, el uso de la imagen en movimiento con fines artísticos y en soporte vídeo, desde hace años digital, es ya histórico y también lo último. Miles de creadores lo eligen para plasmar sus ideas pero a la vez conserva un halo de elitismo. Desde hace décadas está presente en las colecciones de los mejores museos del mundo, aunque está lejos de suscitar el aplauso general, y sus selectos coleccionistas privados corren riesgos desconocidos para quienes optan por comprar cuadros o esculturas.
El último premio Turner, hace dos semanas, recayó en Elizabeth Price, una videoartista. Nadie se sintió sorprendido ni escandalizado, como suele ocurrir con este galardón, que ha llegado a premiar una habitación blanca, iluminada por una solitaria bombilla. Para los seguidores del arte contemporáneo, que lo ganara Price fue algo de lo más normal. Pero del reconocimiento de este género artístico a invertir en él dinero ganado con muchas horas de trabajo, hay un paso grande que algunos ya han dado en España.
La artista y comisaria Angie Bonino, que organizó el pasado octubre una muestra de videoarte a partir de colecciones privadas en la feria Estampa de Madrid, reconoce que el coleccionista de estas obras se enfrenta a unos problemas que no tienen otros.
Consideraciones especiales
«Es un arte nuevo, con una trayectoria limitada, así nunca puedes estar segura de qué pensarán de él las generaciones venideras. Tampoco sabes qué condiciones habrá que tener en cuenta para conservar la obra, y luego está el peligro de la reproducción descontrolada del vídeo, aunque no es lo mismo tener el máster, el original, que la copia. Como no es lo mismo tener una foto de Man Ray que una lámina», explica.
Para Bonino, los coleccionistas de vídeo son de una pasta muy especial. «Tienen visión de futuro más que de presente, corren riesgos, son visionarios, están construyendo algo nuevo, invierten entre once y treinta mil euros -es lo que puede costar una obra de calidad- y apuestan por jóvenes valores. Y el poder simbólico de tener un cuadro en la sala, con su matiz exhibicionista, y el de un vídeo metido en una caja, que de vez en cuando proyectas con los amigos, es mucho menor en este segundo caso».
En una página web destinada a los coleccionistas rusos, conocidos por no asustarse con los precios, reproducían el pasado mayo el ránking de las piezas de videoarte más caras de la historia. En primer lugar aparece la obra 'Eternal Return', del año 2000 y realizada por Bill Viola, por la que se pagaron 463.000 euros en una subasta en Nueva York. A continuación, Nam June Paik, con 'Wright Brothers' (1995), que costó 407.000 euros, y luego William Kentridge, con 'Flute Set', vendida por 377.000. En la lista se repiten los nombres de Viola y Paik en los puestos sucesivos, donde también entran Bruce Nauman, Ray Charles y Tony Oursler.
El videoarte ya tiene su modesto lugar en las casas de subastas más prestigiosas, como Sotheby's, Christie's y Phillips de Pury. En la página web indican que el coleccionismo de este género solo representa el 1% del total, si bien, en la época de las redes sociales e Internet, el redactor del informe le augura «un gran futuro y un papel revolucionario en los próximos cambios del mercado del arte».
Estefanía Meana, economista de 41 años, es una de las coleccionistas de videoarte más importantes en el territorio español. Sus padres, Fernando Meana y María Victoria Larrucea, poseen una nutrida colección de arte contemporáneo, con obras de Juan Muñoz, Cristina Iglesias y Miquel Barceló, entre otros muchos.
«No tenía sentido que yo hiciera lo mismo, comprar cuadros y esculturas. Así que me decidí por el videoarte y también por ser muy selectiva. Prefiero tener piezas importantes o significativas, que entrar en un proceso de acumulación». Compró su primer vídeo a los 31 años, una obra del norirlandés Willie Doherty, dos veces finalista del Turner y con obra en el MoMA.
Para ella, que el videoarte obtenga una consideración más general es solo cuestión de tiempo. «Ocurrió lo mismo con la fotografía. Hasta los setenta no se entendió que fuese arte y desde entonces ha habido años en que ha sido el soporte más apreciado».
En su opinión, coleccionar videoarte conduce a una experiencia más íntima que hacer lo propio con, por ejemplo, lienzos. «Un cuadro puede estar colgado siempre de la pared. También puedes tener la pantalla encendida a todas horas, pero al menos a mí no me apetece. Ver un vídeo lo asocio más bien a ir a la biblioteca y elegir un libro de poesía».
La coleccionista confiesa que especializarse en vídeo tiene sus ventajas. «Vas a ferias y galerías, pero como ver allí estas obras resulta incómodo y el mercado es pequeño, te mandan las copias a casa. Ahora mismo tengo catorce para mirar».
El galerista Moisés Pérez Albéniz, con salas en Pamplona y en Madrid, tiene entre sus artistas representados a grandes nombres del género, como los ya citados Willie Doherty o Antoni Muntadas, o también artistas como Txuspo Poyo. «Yo trato un vídeo como si fuera otro objeto artístico más: los artistas me los entregan, yo los veo y trato de venderlos. Me parece algo lógico que los creadores trabajen con este soporte porque vivimos absolutamente mediatizados por la imagen, solo hace falta fijarse en nuestros hijos, y de esta forma pueden abordar con más naturalidad las preocupaciones actuales».
Hotel con canal vídeo
El galerista certifica la existencia de un «coleccionismo incipiente» y reconoce que quien compra obra en este soporte busca más la experiencia que la posesión del objeto. «De todas formas, te sorprendería ver algunas casas en las que el vídeo tiene la misma presencia que un cuadro, con unas pantallas de alta calidad que permiten reproducir las obras de una manera muy impactante».
Todos los coleccionistas que cita la comisaria y artista Angie Bonino son mujeres. Como la arquitecta madrileña Teresa Sapey, Alicia Aza, especializada en la temática de género femenino, y Sisita Soldevila, que ha puesto en marcha una insólita iniciativa en su hotel, el Amister de Barcelona: en las televisiones de sus habitaciones hay un canal que emite vídeos de su colección de forma ininterrumpida.
En cada cuarto hay un catálogo con el programa y la biografía de los artistas, de modo que el cliente pueda pasar esos momentos muertos tan propios de los hoteles visionando una obra de arte. «Por los comentarios que dejan en el libro de visitas, los clientes lo aprecian». Además, Soldevila y su hotel colaboran con el festival de videoarte Loop, de la capital catalana, y organiza el suyo propio con un apartado de competición. El Amister compra la obra del ganador y pasa a su colección.
Hasta el año 2000, Soldevila y su marido coleccionaban cuadros, esculturas, grabados. Todavía en ese tiempo comprar vídeos era una rareza y, por ello, relativamente barato. «Compramos una obra de Peter Campus, uno de los pioneros, por muy buen precio, y también tenemos cosas de Viola y, como siempre, de los jóvenes». Bonino, que colabora con Soldevila, ve el videoarte español «como una familia». «Nos ayudamos siempre, hay más compañerismo que en otras rama del arte», concluye.

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