La prensa alemana los ha llamado `haraganes´ y `embusteros´. En tres años han pasado de ser una floreciente economía de la Unión Europea a escurrirse por el sumidero de la depresión y la intervención económica. `¿Qué ha pasado?´, se preguntan los griegos. `¿Qué hemos hecho mal?´. Viajamos a Atenas para hablar con los anónimos protagonistas de una tragedia de la que quizá todavía los españoles tengamos cosas que aprender.
FOTO DE LA CIUDAD DE ATENAS.
El transporte público funciona y los supermercados y gasolineras no están desabastecidos. En las inmediaciones de la plaza Sintagma, el epicentro de la revuelta de los ciudadanos, se encuentran restaurantes elegantes y bohemios. ¿Pero los griegos no están con la soga al cuello? Sí, Grecia ha bajado un peldaño en la escala de bienestar, su PIB se ha desplomado un descomunal 15 por ciento desde que empezó la recesión. Pero le queda el orgullo. Y la picaresca... Sus estructuras políticas están carcomidas, pero el país se las arregla para desafiar el castigo (se supone que necesario para su salvación) que le infligen la Unión Europea y los mercados. Y los griegos se manejan bien en el caos.
Es difícil radiografiar un país tan enrevesado donde las apariencias engañan. Y mucho. Hay 300 piscinas censadas en Atenas, cuando en las fotos aéreas aparecen 17.000. ¿Por dónde empezar a meter mano? ¿Por las 300.000 pensiones falsas de invalidez? ¿Por las 60.000 familias que siguen cobrando la jubilación de alguien que falleció hace años? ¿Por los 800.000 funcionarios (en un país de solo 11 millones de habitantes) acostumbrados a cobrar pluses por llegar puntuales al trabajo? El FMI exigió el paso a la reserva de 30.000 empleados públicos cobrando el 60 por ciento de su sueldo, pero la medida, como tantas otras, casi ni se ha puesto en marcha. En realidad, desde 2009, cuando se supo que Grecia estaba al borde de la quiebra, apenas se ha hecho nada, excepto subir los impuestos. Y eso no ha frenado el déficit público.
Estampas de una ciudad que funciona a trompicones. El mercado de Barbakio ofrece al visitante toneladas de frutas, piezas de carne, huevos, remolachas y legumbres, en lo que es un festival de pornografía alimentaria. Se grita de pura vida. Sin embargo, un poco más allá, en Ermou, la calle más comercial, la imagen es bien distinta: las tiendas están casi vacías. La plaza de Sintagma es el símbolo de las protestas. Una cafetería frente al lujoso hotel Bretaña acoge un mezcla de burguesía ateniense y turistas adinerados. Escaleras arriba se produce el cambio de guardia en el Parlamento griego. No hay rastro de indignación. La sirena de un moderno camión de Bomberos surca el silencio. Cuando llega a un pequeño incendio, la Policía ya ha cortado la calle. La ciudad funciona al margen de las decisiones del Banco Central Europeo o los desprecios de los alemanes. Nada confirma que muchos funcionarios se niegan a trabajar si no cobran. La Policía desvía el tráfico hacia otra calle. Todo parece controlado.
Pero no hay que fiarse. La retirada de depósitos bancarios se ha acelerado y en octubre la fuga de capitales ha alcanzado los 6800 millones, lo que puede considerarse como la antesala de un pánico bancario. Sin embargo, en el selecto barrio de Gazi nada indica que estemos en vísperas del desastre. El ambiente es similar al del centro de cualquier ciudad española, excepto que los motoristas van sin casco. En un restaurante con muy buena pinta hablo con Thanos Tauris, hostelero. «Es necesario reservar. Si no, es imposible encontrar mesa. La crisis no ha llegado a este barrio». En el local está prohibido fumar, pero todos se saltan la ley. Los camareros lo permiten. «Este país carece de identidad. Fue una construcción artificial que se inventó en el siglo XIX; por eso, aquí cada uno va a lo suyo; no hay sentimiento de unión. Los griegos nunca han esperado nada del Estado; solo un enchufe en la Administración. Todo el mundo hace triquiñuelas para sobrevivir; nadie ahorra, solo lo hacen para la salud y para enviar a los hijos a estudiar al extranjero. La gente ha gastado muchísimo dinero en vivir a lo grande». Y eso que los sueldos son los más bajos de Europa.
Antes de pagar la factura, con un 23 por ciento de IVA, la mujer de Tauris cuenta algunos rasgos de la idiosincrasia griega. «Aquí te puedes casar tres veces por la Iglesia, los estudiantes no comparten piso y se odia con vehemencia a la Policía desde muy pequeño». Y Thanos añade: «Atenas se está convirtiendo en el paraíso de la droga; y la prostitución va a más».
A las cuatro de la tarde la ciudad está en penumbra, con claroscuros acentuados por la ausencia de alumbrado público y unas nubes negras que se posan sobre los soportes de unas vallas publicitarias sin publicidad alguna. Contrastes en el mismo centro de la ciudad: si en Sintagma había más indicios de burguesía ociosa que de rebeldía, en la plaza Omonia los drogadictos se pinchan a la vista de todos.
En las afueras, los polígonos industriales se encadenan a los costados de largas avenidas como Mesogion. No parece que la crisis haya paralizado la actividad. Los coches de los trabajadores flanquean las empresas. Los aserraderos funcionan a pleno ritmo y apenas se ven carteles de locales en alquiler o venta. Tampoco en Atenas. Apenas hay colillas o papeles en el suelo, los taxis viajan sin mamparas de seguridad, y en las cafeterías las atenienses piden sus cafés en la barra dejando los bolsos entreabiertos con el iPhone a la vista. Es una ciudad silenciosa y fumadora, salpicada de quioscos alegres; de farmacias sin rejas, con las puertas siempre abiertas que despachan toda clase de medicamentos; de restaurantes caseros que sirven ensaladas y judías pintas. Es tarde. El dueño de una cafetería baja su persiana metálica con sumo cuidado. No quiere despertar a nadie. Me tomo una copa en las cercanías de Plaka, el barrio más próximo a la Acrópolis, donde a altas horas de la madrugada algún turista todavía pasea por las callejuelas oscuras confiado en la seguridad de Atenas. Entro en un pub. Hay buen ambiente. Basta con decir tres o cuatro palabras en griego para conectar con cualquiera. Atenas, en la desmesura de su castigo, vive sin saber qué es lo que hizo mal.
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